Brazo de plata

PRÓLOGO

Este relato fue escrito para el certamen Gandalf 2018 de la Sociedad Tolkien Española. Se trata de un escrito relacionado directamente con el ensayo presentado para el certamen "Aelfwine" títulado Hijos de la diosa Dana. Es un relato autosuficiente y por lo tanto, no es necesario haber leído el ensayo Aelfwine para disfrutarlo.  Después del estudio para el ensayo surgió la creativa idea de otorgar una idiosincracia de origen celta a los elfos Teleri. Una simbiosis entre los personajes celtas involucrados en la quema de los barcos y la primera batalla de Mag Tuired y la matanza de los hermanos de Alqualondë. Se ha intentado respetar desde las más humilde opinión del autor, un ritmo, vocabulario y estructura acorde con los capítulos escritos por JRR Tolkien en el Silmarillion, así como el choque pagano/cristiano y finalmente la eucatástrofe.

Espero que puedan disfrutarlo.


BRAZO DE PLAZA


Existe en el interior del carpintero de barcos una división de su más profundo amor entre el infinito mar y la madera que le regalan los árboles. Es en la orilla de los puertos y playas donde su corazón encuentra más regocijo. El sonido del agua al romper en la orilla, el susurro de la espuma blanca al desaparecer y el inmediato silbido de su retirada es lo que completa al elfo Teler. La belleza de los puertos blancos de Alqualondë no se podía percibir tan solo con la vista, pues a su majestuosidad sucumbían todos los sentidos. El oleaje apaciguaba el cuerpo, la mente y el alma, y otorgaba el descanso al merecido trabajador. Esta simbiosis se había convertido para Nuadha en su forma de entender el regalo del Único y, después de tanto tiempo, no concebía una vida sin la armonía de la playa y el mar. Los barcos se habían convertido para el carpintero en los bosques de los océanos y sólo en contacto con la madera y el mar su espíritu encontraba paz.
Sin embargo, esa noche Ossë, el heraldo de Ulmo, andaba inquieto y la mar estaba picada. Después de un largo día dando forma a los maderos y rematando la cubierta de la zona de popa de su barco, Nuadha se dispuso a descansar con el viejo y familiar sonido del oleaje de fondo. Pero esa noche, el marinero solo encontró inquietudes en los recónditos lugares de su mente. Una pesadilla disfrazada de sueño, formas indistinguibles sobre un horizonte rojo y, en el centro de ellas, al enigmático ejecutor.
—Escucha Nuadha, caro a Ossë, pues la tejedora del destino me envía. Como Irmo me conocéis en tu pueblo y como lejanos ecos de la música los Valar os conocemos a vosotros —dijo la extraña figura—; vuestro interior, vuestra ambición y vuestro daño.
Nuadha estaba cegado por el brillo de la figura que resplandecía con un intenso color azul. Con los ojos medio cerrados solo podía escuchar la profunda voz que retumbaba en su mente.
—Se acercan los días del dolor y del rojo crepúsculo. La luz de los dos árboles se ha extinguido dando pie a una larga oscuridad. Una sombra barrerá al resto, el océano se tintará de rojo con la sangre de los hijos de las estrellas y el mundo cambiará. Cuando el momento futuro llegue al presente, circunvala por tres la vetusta secuoya y busca en las forjas a Creidne, el herrero sanador. Tú, marinero de plata, conocerás el pavor de la guerra en forma de fuego y cenizas, y tu lamento compondrá el telar de la salvación.
Su voz, que comenzó firme, empezó a flaquear.
—Mornie utúlië —dijo la voz, que significaba en la lengua de Nuadha «la oscuridad ha llegado».
La figura del sueño se vio interrumpida, perdió brillo y se diseminó en ráfagas, dejando solo el horizonte carmesí y en el centro una columna negra de vapores tóxicos. Un látigo de fuego emergió del oscuro humo y golpeó a Nuadha, partiéndolo en dos.
El marinero se despertó de golpe en la cama y se tuvo que poner en pie apoyándose en la pared, estaba sudando por el pánico y le costaba recuperar el aliento. Aún en guardia, corrió hacia el compartimento contiguo donde descansaba su hermano menor, Cryafan. Desde su nacimiento habían permanecido solos. Su adorada madre había partido lejos después del parto y Nuadha había adoptado desde entonces una actitud sobreprotectora. Al comprobar que todo estaba en orden, decidió no despertarlo pues también había trabajo duro ese mismo día.
Volvió a su habitación y reflexionó sobre lo que había soñado; pero la cama le provocaba un sentimiento negativo en lo profundo de su corazón, así que se agachó y se acurrucó en el suelo aún lleno de sudor, presa de escalofríos y temblando sin tener muy claro el porqué. No comprendía ni las palabras del augurio ni las formas que había percibido. Probablemente había sido producto de una larga jornada bajo la luz de Alqualondë.

1. MASCARÓN DE PROA

A la mañana siguiente fue Cryafan quien lo encontró en el suelo. Una tenue luz entraba por la ovalada ventana del barco donde dormían. Llevaban semanas trabajando en el proyecto de sus vidas: ambos cabalgarían las olas sobre una flecha blanca de la mejor madera, con brillantes destellos de nácar; el cóncavo barco era una delicia a ojos de los Eldar.
—Diría que las sábanas te han vencido hoy pero más pareces haber caído directamente derrotado en la guerra, ¿qué haces en el suelo? Me costó muchísimo cargar con este colchón de plumas y meterlo por el umbral de las puertas que diseñaste para que vayas durmiendo como un animal —dijo con tono jocoso, extendiendo la mano para ayudar—. ¡Arriba, hermano mayor!, debemos acabar la popa sin demora. Quiero enseñarte el mascarón, he estado trabajando en él.
Nuadha solo pudo dejarse ayudar por su hermano pequeño, había dormido muy poco esa noche y ahora por la mañana no recordaba prácticamente nada. Solo fragmentos de un mundo onírico que escondía acertijos y calamidades.
Al salir a la cubierta del barco, Nuadha fue consciente por primera vez de que en los últimos días el mundo parecía haber comenzado a apagarse: las mañanas se habían vuelto más oscuras y, junto con ellas, el ánimo de sus compañeros Teleri empezaba a resquebrajarse. El puerto de Alqualondë gozaba de un espíritu propio que respiraba infatigable, sus pulmones eran el comercio y la exploración del mar pero la brisa del oeste se había vuelto tosca y ligeramente rancia. 
Su hermano había madrugado y, cumpliendo con sus obligaciones, había traído del pozo varios cubos de agua de río con los que Nuadha se refrescó y se lavó el cuerpo del sudor seco. En estado contemplativo, su mirada se desvió hacia tierra firme, en concreto hacia el alto pico blanco de Taniquetil. Cada decisión de los Valar provoca que la tierra tiemble bajo los pies de los elfos y, cuando la tierra tiembla, el océano se lamenta.
—¡Vamos, hermano! —dijo Cryafan, interrumpiendo los profundos pensamientos de Nuadha y revelando la figura escondida bajo la manta de seda—. Estoy deseando ver cómo queda nuestro nuevo mascarón de proa cuando lo instalemos. 
Cryafan había tallado sobre un tocón macizo de madera blanca la figura de un cisne, el símbolo de su pueblo. Tenía las alas extendidas hacia delante y al rostro del ave lo coronaba una estrella decorada con filigranas de plata. Una majestuosa imagen que velaría por la tripulación de su barco.
—¡Magnífico! —dijo, atónito—. Cada día que pasa me superas más como carpintero.
—¡¡Y como arpista!! —contestó, sacando de una vieja funda de cuero un arpa del color de las conchas marinas. El arpa estaba fabricada con la misma madera blanca que el barco y tenía, además, incrustaciones y filigranas de una madera más oscura. En la corona de la columna tenía tallado otro cisne, similar al del mascarón de proa. Nuadha admiraba la capacidad innata de su hermano pequeño para ignorar los pesarosos días. Del ligero rasgueo de las cuerdas nacieron varias notas que liberaron el compungido ambiente y de sus labios un canto que pareció iluminar la mañana.
Hechizado por la música, alzó la mirada por encima del mascarón. Nuadha divisó en la lejanía cómo se acercaba al galope Lugh, un viejo amigo suyo y de su familia. También era marinero por herencia, pero se sentía más cómodo cabalgando las playas del continente. Diestro con la lanza, algunos lo llamaron Lamfhota «brazo largo», en una lengua muerta, pues danzaba volviendo indistinguible su brazo de la lanza.
Acercándose al barco de Nuadha, desmontó enérgicamente y desde la zona de amarres saludó a su viejo compañero. 
—Una nave digna del propio Ulmo —dijo, maravillándose por la blanca luz de la madera—. Resplandece a pesar de estos tenues amaneceres. Y sin duda, esa melodía solo puede ser orquestada por alguien con el talento de Cry. ¡Asómate, joven elfo!
Cryafan se asomó por la baranda de madera con la característica sonrisa de la juventud.
—¡Brazo largo! —dijo sin dejar de tocar el arpa.
Nuadha interrumpió la escena y miró a su hermano sin decir nada, era el momento de empezar a trabajar y las palabras estaban de más. Mirando directamente a Nuadha a los ojos, Lugh cambió las facciones de su rostro a unas más preocupadas. 
—Debemos hablar. Traigo malas nuevas desde el Oeste.
Nuadha conocía bien a su compañero y sabía que su carácter risueño solo se veía turbado por las más graves noticias; dirigiéndose a Cryafan le instó a continuar trabajando en la zona de popa para poder terminar y seguir con la ilusionante tarea de acoplar el mascarón de cisne.
Bajando hacia el muelle convidó a su compañero Lugh a dar una vuelta por la playa.
—El taimado Melkor ha engañado a los Valar, ha resurgido de los palacios subterráneos con falsas promesas y engaños; pero no lo hizo solo, junto con él una criatura de las más oscuras profundidades se ha levantado y entre ambos han destruido los dos árboles: Laurelin y Telperion.
—¿¡Cómo!? —contestó Nuadha sin dar crédito a lo que escuchaba. 
—Los días se han oscurecido desde entonces y de ahí surgen los mortecinos amaneceres que vemos, pero eso no es todo, la codicia de Melkor ha ido más lejos aún y, marchando a Formenos, ha robado las joyas de nuestros queridos primos, matando el Rey Supremo de los Noldor, Finwë... La primera sangre vertida en Valinor. 
Nuadha se paró en seco y miró a su compañero. Finwë muerto y los Silmarils robados por uno de los Valar. Sin duda eran malas nuevas.
—Antaño Melkor destruyó las lámparas, pero ha cruzado una línea sin retorno y se ha desenmascarado. ¿Qué ha decidido el Anillo del Juicio? —preguntó Nuadha.
—Ya no le conocerás más como Melkor pues, como bien dices, se ha desenmascarado y ahora lo conocemos como Morgoth, el enemigo oscuro. Los Valar se han reunido en el anillo para juzgar sus actos pero aún deliberan. De entre todas estas nuevas, compañero, todavía no sabes la más grave. Los Silmarils del herrero Fëanor contenían la luz de los árboles y Yavanna le pidió por ellos, pero este, antes de conocer su robo, negó ultrajado a los Valar su uso para la restauración de la luz. Con arrogancia ha considerado sus piedras a la altura de la magia de Nienna y Yavanna. Ha enloquecido, compañero, y ha desafiado el poder de Manwë, jurando perseguir al asesino de su padre. 
—¿Qué harán entonces los Noldor? ¿Abandonaran la tierra de los Valar? —preguntó intuyendo la respuesta de su amigo. 
—Ya lo han hecho… buscan venganza.
Nuadha había conocido antaño a Fëanor, por el que sentía un gran respeto y al que tenía en alta estima por su destreza con la orfebrería. Pero la duda permeaba ahora su mente y le costaba comprender si unas joyas podían resultar tan importantes como para conducir a la guerra a todo un linaje.
—Qué postura tomará nuestro señor Olwë ante tan ímproba empresa —dijo Lugh—, lo desconozco; pero lo que sí reconozco en los cantos del mar es que el mundo se prepara para un cambio. 
«La luz de los dos árboles se ha extinguido dando pie a la larga oscuridad», susurró suavemente recordando como un destello el sueño acontecido en la noche anterior.
—Compañero, ¿conoces la vetusta secuoya? —preguntó a riesgo de provocar la carcajada de su amigo.
—Sí, se encuentra a medio día a caballo desde aquí. Es un viejo árbol enorme ubicado en la linde del bosque, es lo que lo convierte en excepcional. Es lo primero que ves antes de internarte en un bosque de robles, abetos, cipreses y fresnos. Una enorme secuoya de una preciosa madera que acaudilla un ejército inmóvil. Es anterior al Cuivienyarma.
Lugh tenía muchas más millas recorridas que Nuadha por tierra y se sorprendió al comprobar que su noble compañero reconocía lo que en principio había tomado como invención de su imaginación.
Narró todo lo que podía recordar sobre la onírica noche que había pasado, sobre la figura difuminada que había advertido a Nuadha de los terribles acontecimientos futuros y, mientras lo hacía, solo podía pensar en su hermano pequeño, Cryafan, y en mantenerlo a salvo de cualquier peligro. Ellos eran carpinteros y marineros y su sino no debía pasar por otro sitio que no fuera el sinuoso horizonte de cobalto.
Lugh comprobó la pesadumbre que abatía a su fiel y noble compañero, pues comprendía que los sueños eran ecos de Irmo y la música primigenia. Posando sus manos sobre su hombro dijo con tono tranquilizador:
—Volvamos antes de que el pequeño Cyr zarpé con el barco a medio terminar.
Las montañas se estremecieron en ese instante ante el sonido de un lejano cuerno. Los Noldor hacían sonar sus cantos de guerra en una poderosa declamación que turbaba a los espíritus de la montaña y del mar. A lo lejos Nuadha y Lugh divisaron una columna de jinetes que levantaban una espesa polvareda sobre la playa. Sobre ellos, los estandartes brillaban ante la mortecina luz. Todavía estaban a una hora de distancia pero su paso empezaba a retumbar fuertemente en la playa.
—Sí, será mejor que regresemos —contestó Nuadha.
Cuando Nuadha llegó al puerto había mucho más movimiento que de costumbre; probablemente, la llegada de los Noldor ya era sabida por todos y habría llegado a oídos de Olwë. Sin demora, se dirigió hasta su nave donde el pequeño Cry aún seguía puliendo los maderos de popa. En cuanto advirtió su presencia, nervioso se dirigió a su hermano.
—¿Es cierto? ¿Los Noldor están en guerra?
Cry era aún muy joven para comprender las consecuencias de una batalla y hablaba de ella con tono apasionado y valiente; pues, incluso en los albores del tiempo, la guerra era un hito deleznable del que surgían héroes. Aunque poco conocían más allá de las historias que les relataran los Valar de sus propias cuitas con el ahora sobrenombrado Morgoth; su pueblo pocas batallas había librado antes de pisar las costas de Aman, pero comprendía que no había heroicidad en el caído ni valor en el asesinato.
—Quédate en cubierta y continua con tus labores. Es pronto para sacar conclusiones precipitadas y juicios inapropiados —le espetó.
Lugh se había quedado en la zona portuaria intentando averiguar más cosas sobre todo lo acontecido, mientras que Nuadha, después de haber reprendido a Cry, subió por la red del palo del trinquete para tener una visión más esclarecedora.
Una comitiva surgió en la zona portuaria. La entrenada visión de Nuadha le permitió distinguir el tremolado estandarte de Ölwe que se alzaba por encima de 5 jinetes y, en cabeza, más alto que el resto, cabalgaba su señor sobre un corcel de plata, decorado con unas faldas de seda ribeteada. El virtuosismo de su porte quedaba iluminado con una corona de madera y metal y sobre el cuello descansaba un torc de plata con cabezas de lustrosos barcos.
La sorpresa de Nuadha lo alcanzó al comprender lo ilógico que era recibir fuera de la zona portuaria al Rey supremo de los Noldor. Alqualondë era famosa por la grandeza de sus anfitriones, allí era donde el fatigado encontraba descanso; sin embargo, su señor prefería recibir a Fëanor y a sus hijos en la costa.
A medida que se acercaba, Nuadha podía distinguir el ejército Noldor que se aproximaba. Abiertos en abanico, galopaban hacia el puerto por delante de las tropas, ocho jinetes de cuya punta de flecha resaltaba por su presencia: Fëanor resplandecía como antaño recordaba Nuadha, pero algo en él, hecho de una materia intangible, había menguado. Aún más cerca, el carpintero de barcos apreció la testa del nuevo rey que dibujaba una mueca de soberbia superioridad y una ínfula y centelleante mirada. Tras él, uno de los jinetes portaba el Carnyx de oro Fëanoriano, un cuerno de batalla que resonaba haciendo temblar el mundo.
En el momento en que ambas comitivas se encontraron, Fëanor tiró de la correa de su montura, provocando que la bestia alzase sus dos patas delanteras en posición rampante, su sombra se alargó y se expandió, ocultando a sus hijos y a todo el ejército que se acercaba tras él.
«Una sombra barrerá al resto».
Las palabras acudieron a la mente de Nuadha en el mismo momento en que Olwë, de Alqualondë, descabalgaba y se acercaba, en meliflua actitud a su semejante élfico. Ambos se fusionaron en un abrazo corto, pues Olwë ya era pleno conocedor de la maldad causada por Melkor, y ese fue el único gesto de amistad.
Incluso desde el palo del trinquete sobre el que estaba Nuadha se pudo ver cómo ambos cambiaron sus posturas, sumando tensión al parlamento que habían comenzado. Durante largo rato, los regios caballeros discutieron y, a medida que el cielo se movía, Fëanor adoptaba una histriónica hostilidad. Era tácito que la petición del Supremo Rey de los Noldor pasaba por las joyas de Alqualondë: sus barcos; algo que ningún Teleri estaría dispuesto a ceder, y menos ante tan perniciosa venganza.
La discusión finalizó dejando a Fëanor resignado, parecía haber decidido buscar una vía alternativa al desacuerdo. Olwë volvió a fundirse en un abrazo, esta vez no solo con Fëanor, también con sus siete hijos, y luego puso rumbo nuevamente al puerto. Los Noldor, con paso más sosegado, entraron tras Olwë de Alqualondë en busca, a juicio de Nuadha, de algo de comida y el célebre descanso que otorgaba su tierra.
Nuadha empezó a bajar por la red enganchada a la mesana cuando volvió a restallar sobre el firmamento un grave sonido, esta vez familiar. A medio camino de la cubierta decidió volver a subir para ver qué ocurría.
—¿Qué sucede, hermano mayor? —dijo Cry, mirando hacia donde estaba Nuadha.
—No lo sé, ¡parece uno de nuestros cuernos! —contestó, subiendo la voz ante el estruendo que se empezaba a elevar.
Cuando contempló la escena, necesitó unos segundos para comprenderla. A no más de dos naves de donde estaba, situada en el mismo muelle, había un Teler haciendo sonar su cuerno. Acto seguido, el sonido se disolvió en el viento cuando una espada atravesó el torso del elfo que había disipado el aire de sus pulmones. El Teler cayó sobre la cubierta del barco, reveló a uno de los hijos de Fëanor: Maedhros, que sostenía la espada en actitud beligerante.
La misma escena se repetía en varias naves cercanas: los Noldor, comandados por su rey, estaban tomando los barcos Teleri por la fuerza. Su determinación era tal que no distinguían entre luz y oscuridad. Nuadha, saliendo de su parálisis de incredulidad, se asomó a su propia cubierta, en donde aún no había llegado ningún enemigo e, increpando a su hermano, le dijo:
—¡¡Cryafan!! —El chico se asomó, mirando hacia el cielo con desconcierto, y vio a Nuadha con la cara descompuesta—. Métete en la bodega de carga y cierra con llave —le gritó—. No salgas hasta que yo te lo pida.
Cryafan sabía que su hermano era tan trabajador como templado de nervios, lo que fuera que hubiera visto le había alterado tanto que sintió cómo el pánico se adueñaba de él. Sin discutir ni perder un instante, cogió el manojo de llaves, con tal nerviosismo que tiró al suelo su arpa y bajó corriendo por la escalinata de la cubierta hasta el último nivel donde se encontraba la bodega de carga. Esta tenía un compartimento que funcionaba a modo de despensa para la comida más sensible, allí se cerró con llave y se agazapó en el rincón más recóndito de la nave, esperando que la tormenta pasase.
Nuadha no disponía de armas en la nave, como mucho de herramientas para la madera, entre las que se encontraba algún martillo, algo muy alejado de un arma de guerra.
—¡Por Ossë!, somos marineros —pensó cuando a lo lejos vió a su amigo Lugh apuntando su bella lanza hacia uno de los guerreros Noldo. Cuando Nuadha puso la mirada en el objetivo de su amigo Lugh, se percató de que estaba en su propia nave y que su mano derecha giraba en círculos.
El soldado Noldo portaba una honda, pues algunos de los seguidores de Fëanor sentían cierta incomodidad ante el fratricidio que estaba teniendo lugar y habían optado por aleccionar a sus hermanos elfos con armas poco mortíferas. El brazo del soldado se extendió, catapultando una roca que impactó en la cabeza de Nuadha y lo dejó inconsciente. El carpintero de barcos, que había permanecido aferrado al palo horizontal de la mesana se soltó, desplomándose a la altura de un Acebo viejo y golpeando con su brazo sobre la baranda del barco.
El impacto le había aplastado el brazo por completo y ahora estaba abatido en la arena, sin sentido y fuera de la nave, donde las olas le lamían en un vano intento de despertarlo. Más justo antes de que la roca lo golpeará, Irmo había acudido a su mente una vez más.
«El océano se tintará de rojo con la sangre de los hijos de las estrellas».

2. ARGETLAM

Nuadha solo escuchaba vibrante y discordante un fuerte martilleo sobre un yunque de metal que le retumbaba en las sienes. El aire era mucho más denso, sulfuroso y difícil de respirar. La voz de su amigo Lugh pedía descanso y tranquilidad, luego de lo que parecía una larga pesadilla que flotaba en los márgenes de la memoria.
—Te recuperarás —dijo con un liviano tono que apenas se oía, casi como el eco lejano en una cueva.
Pasaron algunas horas hasta que el vespertino cielo se coloreó. Nuadha abrió los ojos y junto a él, sobre una silla de raíces de árbol, estaba su fiel compañero Lugh «brazo largo». Surgió la inevitable pregunta.
—¿Dónde estoy?
—En la casa de Creidne —contestó Lugh—. Estabas inconsciente y te traje aquí después de lo sucedido.
—¿Lo sucedido? —preguntó, desconcertado, poco a poco como destellos surgían recuerdos en lo más profundo de su mente, acompañados de un terrible dolor de cabeza.
—Los Noldor han llevado su guerra contra Morgoth demasiado lejos y han arrebatado a los Teleri la flota de Alqualondë. Te caíste de muy alto, amigo, y acabaste en el mar. Me lancé a por ti cuando te vi y te saqué antes de que el mar te arrastrara a los corales; para entonces todas las naves habían zarpado. Pensaba que habías partido hacia Mandos, pero solo estabas inconsciente… aunque tenías el brazo derecho completamente desfigurado por la caída. Entre el caos me acordé del sueño que tuviste y decidí traerte hasta la vieja secuoya, pues ningún curandero quedaba en los puertos.
Entre lágrimas, Lugh continuó relatando lo acontecido a Nuadha, que aún seguía confuso.
—¡Muchos Teleri han muerto hoy! Y la inefable verdad es que no ha sido a manos de la oscuridad, sino de nuestros hermanos Noldor. Ellos nos han arrebatado todo.
Ante el desconsuelo de su amigo, Nuadha se intentó incorporar y fue cuando las palabras de su amigo más le pesaron, pues se percató de la rigidez de su brazo derecho. Por encima de su piel había una cota de placas de un metal liviano que le cubría hasta el hombro. Estas placas estaban ensambladas con unos tornillos que permitían mover la articulación casi con normalidad, en la zona superior se agarraban con dos cinchas azules al torso del elfo. El brazo apenas le dolía y al moverlo la luz de la fragua iluminó unas runas incomprensibles. Trazos oghámicos de un lenguaje antaño desaparecido.
—Sobre tu brazo... Al llegar a la vieja secuoya recordé el profético sueño del que eras esclavo y la circunvalé tres veces. Según lo hice, las raíces del árbol se abrieron descubriendo una escalinata de piedra. Sin duda es obra de Yavanna, pues en mis viajes jamás había visto nada parecido. Al descender, una luz granate me sorprendió y ahí se encontraba el herrero, esperándonos detrás de un yunque de plata.
»Creidne te ha sanado el brazo y te ha colocado esta armadura de plata mithril, que sostendrá tus músculos hasta que suelden los huesos. Dijo que es tan provisional como única, ya que en ella recae la magia de los Valar. No podrás mover bien el codo pero te protegerá.
En el mismo momento en que Lugh terminaba de hablar, el corazón de Nuadha se había paralizado y su piel se había vuelto cetrina por el terror.
—¡Cryafan! —exclamó con la boca desencajada.
—No lo he encontrado —confesó Lugh, afligido—. Es listo y seguro que huyó de la contienda.
—¡Está en el barco! Le mandé a que se encerrará en la bodega de carga —El marinero se levantó de golpe, sufriendo un fuerte mareo que le obligó a apoyar su brazo de plata sobre la pared—. Debo encontrarle —resolvió, deponiendo todo temor.
Lugh se levantó de la silla de raíces sobre la que estaba para ayudar a Nuadha a vestirse, le acercó la túnica y la capa, luego le reveló las dos reliquias que Creidne había fabricado en espera de su llegada: una lanza de más de dos metros, con un asta de la misma secuoya que ahora les cobijaba y decorada en tengwar: «No habrá derrota para el portador de la lanza». La moharra era de metal y tenía una ligera curva que danzaba hacia el interior y el filo, más delgado que nada que hubieran visto, silbaba al cortar el aire. Al otro lado había una espada corta con una triqueta grabada en la cruceta. la guarda era de metal curvado y el mango también se había tallado de madera de secuoya. En la hoja se podía leer: «Todo el que sea herido con esta espada, perecerá».
Agarrando la lanza, Lugh se dirigió a su compañero:
—Cry es tan caro para mi como para ti, ambos le criamos y le vimos crecer. Cuenta a la tuya, la fuerza de las manos que alzan esta lanza.
Nuadha se puso en pie y estiró sus articulaciones. El brazo derecho resplandecía con la llama de la fragua y el izquierdo portaba el regalo del herrero.
—El verdadero valor se mide en actos de sacrificio y no en actos de guerra. No esperaba menos de ti, compañero. Partamos, pero antes me gustaría hacerle unas preguntas a Creidne, además de ofrecerle mi gratitud.
La lucha del martillo contra el yunque hacía rato que había cesado y Creidne parecía haberse marchado de la fragua sin dejar rastro. Nuadha y Lugh decidieron entonces marchar sin demora, pues juzgaron que no debían perder más tiempo. Creidne debería esperar para recibir la gratitud que le correspondía.
Cuando salieron de la fragua secreta, se encontraron dos altos caballos esperándolos, se trataba de frisones de color azabache. Su pelaje ondeaba sobre sus patas y sus crines resplandecían como fuego negro. Montaron y cabalgaron en dirección a Alqualondë, ante la impertérrita mirada del herrero escondido en una de las ramas altas del árbol. Mimetizado entre las hojas sonrió, mientras una lágrima resbalaba sobre su mejilla.
Las historias sobre Creidne son variopintas e inusitadas. Algunos cantan que su poder y su destreza fueron otorgados por el mismo Aulë, y que su forja fue construida por la propia Yavanna en el interior del más viejo de los árboles del bosque; otros incluso componen poemas que lo convierten en Aulë que, siendo consciente del daño que infligió a Ëa enseñando el arte de la orfebrería a Fëanor, intenta redimirse.

3. CENIZAS

Las bestias los llevaron raudas hasta Alqualondë. Sus nombres eran Janto y Balio, y no eran simples caballos, pues contaban con la bendición de los Valar; además, pertenecían a las cuadras de Oromë y descendían del mismo Nahar. Esto los jinetes lo desconocían y solo llegaban a apreciar la fuerza de sus patas y el majestuoso porte de los corceles.
Al llegar a la playa en Valinor, vieron la línea de costa teñida de rojo; el oleaje había arrastrado la sangre que quedaba pegada en la fina arena junto a la espuma. Sin duda, era una imagen que desaparecería con las horas, las que necesitase la fuerza del océano para desleír el recuerdo, la visión de la playa era terriblemente desagradable para los jinetes.
Contaban con la ventaja de conocer la ruta de los Noldor, la cartografía de la zona solo permitía una dirección concreta. La dinastía de Fëanor solo podía haber seguido la costa en dirección a Araman si querían alcanzar el continente de Beleriand para evitar el archipiélago de rocas como sierras que hacía de barrera natural y que impedía un trayecto recto hacia el este. Esta barrera de islas, conocida como las islas Encantadas, era difícilmente infranqueable y suponía un riesgo innecesario. Además, corría el rumor de que Morgoth y la deleznable bestia que lo acompañaba habían partido desde allí.
Lugh contaba con una pequeña embarcación que utilizaba para cortos trayectos comerciales y esta fue la que utilizaron. Estaba amarrada en la playa, a unas cuantas millas del puerto de Alqualondë, así que no tuvieron que llegar hasta la ciudad portuaria, algo que Nuadha agradeció, no solo por aprovechar cada instante, sino para evitar ver el puerto desolado.
La barca de mimbre estaba recubierta de cuero, tenía un pequeño mástil y una vela enrollada de color negro. El cuero estaba impermeabilizado con grasa de animal que hacía que la cubierta tuviera un aroma extraño. Para poder navegar contra el viento contaba con dos largos remos ensanchados y decorados con escamas desgastadas hasta la pala.
Desmontaron de los altos caballos y los dejaron en libertad para que volviesen con sus dueños. Las bestias frisonas retornaron por la ruta septentrional y, fuera ya de la vista de los elfos, no regresaron a su hogar sino que viraron hacia la tierra helada donde nada nace y todo muere.
En pocos minutos, los nautas habían conseguido provisiones y se disponían a partir a remo cuando la fuerza del viento cambió. Lugh aprovechó para desplegar la vela, que tenía bordada una lanza del color del mar. Navegaron durante la noche, valiéndose de la fuerza del viento, la resistencia del músculo y la guía de las estrellas. Nuadha no podía remar, pues su brazo se lo impedía, pero Lugh, acostumbrado, brazaba con ímpetu.
Pocas horas les bastaron para divisar sobre el horizonte la tierra estéril de Araman, enfrentada a las montañas de Pelóri y el Gran Mar, una tierra baldía que se enfriaba y congelaba a medida que avanzaba hacia el norte hasta alcanzar el Helcaraxë. A lo lejos, las inmensas islas de hielo flotante impedían navegar por la región, para ellos no suponía una dificultad pues sabían que una vez en Araman virarían al este, dirección a Beleriand.
Aún así, ya en esa zona el mar comenzaba a ser peligroso. Los dientes de hielo danzaban con la marea y desgarraban el cuero de la barca de Lugh, que hacía esfuerzos por sortearlos, Nuadha le ayudaba con el asta de la lanza, empujándolos lejos de la embarcación.
Cuando pisaron la costa de Araman, tuvieron la sensación de que Morgoth en persona había hundido allí el martillo de los mundos subterráneos. La tierra estaba completamente levantada, como si hubiera sido víctima de la venganza de mil huracanes. Esparcidos por la playa había maderos rotos de los barcos, velámenes y hasta barriles completos de provisiones. Feänor marchaba con premura y cualquier carga que retrasase parecía considerarla innecesaria.
No lejos de allí, Nuadha divisó un elfo con el estandarte de la casa de Finarfin, desenfundó su espada, que brillaba con el destello de un fatuo amanecer, y, en el momento que lo hizo, el soldado respondió clavando el estandarte en la arena, cayendo de rodillas y entregando su propio filo. El estandarte ajado y la espada mellada eran señales de guerra, pero las rodillas sobre tierra lo eran de paz.
Lugh, ante la beligerante actitud de Nuadha, pidió calma a su amigo y se adelantó.
—Portas el estandarte de Finarfin y tu espada está a un golpe de quebrarse, ¿quién eres y por qué te rindes? —le preguntó al elfo rendido.
—Ya no poseo nombre pues he dejado de ser. El destino de los Noldor ha quedado sellado y las lágrimas carmesí lacran a la raza de los elfos. Cuando llegamos a esta tierra, el juramento de Fëanor encontró su par, pues Mandos se apareció con la voz del trueno y, en forma de una oscura sombra, maldijo con el destierro a nuestro linaje, que ya no pisará las blancas playas imperecederas. Ante la ira de los Valar, mi señor Finarfin renegó del perniciosos sueño de su hermano y lo abandonó, implorando el perdón. Yo he permanecido aquí como su heraldo, a petición de mi señor y de mi casa, para declamar a los vientos, al amigo o enemigo, que la casa de Finarfin no cometerá más perjurio ni derramará más sangre. Nos someteremos al castigo de las lágrimas innumerables derramadas. He reconocido vuestros ropajes, sois Teleri; aquí entrego mi espada y me someto al juicio de vuestro dolor.
Nuadha apretaba la empuñadura de su espada con toda la fuerza de su ser mientras bloqueaba la cólera que le crecía dentro.
—¿Qué dirección tomó el Señor Supremo de los Noldor? —preguntó Lugh.
—Hoy más que nunca, la casa de Finwë se ha dividido, pues Fëanor ha abandonado a su hermano Fingolfin en la costa y, tomando de nuevo los barcos blancos, ha partido junto con sus más fieles seguidores hasta las costas de la Tierra Media. Las huestes de Fingolfin, por orgullo, no han querido acatar el juicio y han tomado camino hacia el Helcaraxë, la m…
Nuadha se adelantó.
—¡Basta!, heraldo de Finarfin —exclamó Nuadha, cortando el relato del Noldo—. Solo necesito saber si somos los primeros Teleri que ves desde la matanza de Alqualondë. ¿Has visto a un joven elfo?
—Sois los primeros Teleri en pisar estas costas desde que me hallo aquí, desde la advertencia de Mandos —contestó todavía de rodillas, la mirada perdida en el suelo y la espada ofrendada aún extendida delante de él.
Nuadha se dio la vuelta y volvió corriendo hacia la embarcación, tenía que perseguir las naves blancas, era la única pista que tenía de su hermano Cry y, a cada instante, la locura de Fëanor dejaba nuevas víctimas tras de sí.
Lugh apuntó con su lanza hacia el cuello del Noldo rendido.
—Recogerás cada madero blanco que hay sobre la arena, cada retal de tela, cada barril, y los llevarás a Alqualondë para ayudar en su reconstrucción. Si te vuelvo a ver fuera de ese puerto, elfo sin nombre, sentirás la poderosa lanza de Lugh «brazo largo» y expirarás tu último aliento.
Lugh y Nuadha embarcaron de nuevo sin demora, pues calculaban que el Rey Supremo de los Noldor estaría a pocas millas de navegación. Con su barca no darían alcance por mar a las usurpadas naves blancas, pero podrían reducir la distancia entre ambos. Se adentraron en el profundo océano azul y desplegando la vela se lamentaron, pues el viento no soplaba en ninguna dirección en Belegaer. La ira volvió a alcanzar a Nuadha que imploró a Ossë, pero este no lo escuchó. Haciendo acopio de toda la resistencia que tenía se sentó en uno de los bancos y, aguantando el dolor de su brazo de plata, asió el mango del remo y empezó a remar. Lugh se aplicó en el otro.
Cuando la fatiga comenzó a mellar las fuerzas, Manwë pareció apiadarse de ellos y el viento sopló con fuerza en dirección oriental, empujando la vela negra e impulsando la embarcación como una flecha.
El crepúsculo del día se fue apagando, dando paso a una noche de cielo perlado. Las estrellas guiaban su camino pues en la línea de horizonte no se despuntaba nada. Se volvía imposible distinguir la línea divisoria del extenso océano con la del apagado cielo. Y al susurro de la marea le acompañaba un eco lejano, como un grito de ahogado pánico, arrastrado, era el lamento de Morgoth desde Lammoth.
Y posando su mirada en la eternidad del Belegaer, Nuadha oteó una estrella que no estaba en el cielo sino que nacía del infinito mar. Su brillo titilaba y otorgaba cierta hermosura al horizonte. A medida que las horas nocturnas pasaban, los navegantes descubrieron que no soñaban, pues la estrella que estaba en tierra cobraba forma.
Entraron a través de la desembocadura del estuario llamado Drengist y, allí, divisaron una inmensa hilera de fuego que parecía no tener fín. La costa estaba en llamas, pero ¿qué artificio habría utilizado el enemigo para hacer que la arena ardiese? Sin duda Morgoth había esperado con sus ejércitos en las costas de la Tierra Media a Fëanor y había aprovechado la ventaja táctica del terreno y la sorpresa, y con malas artes estaba quemando sus blancas playas.
Antaño existía entre los marineros Teleri la costumbre, algo supersticiosa, de lanzar el ancla de la embarcación a una distancia costera de nueve olas. Se decía que era el recorrido que el odio de la tierra no podía flanquear. Pero Fëanor no conocía tal costumbre y había encallado las naves blancas en las playas de Endórë.
El corazón de Nuadha se paralizó, su piel se volvió blanca y su cuerpo se agarrotó. Una lágrima corría por su mejilla y resbalaba cayendo y perdiéndose en el infinito océano. La estrella que habían divisado en el horizonte, y que más tarde había adquirido la forma de una línea de fuego, cobró razón y aterrorizó a los marineros. Las blancas naves de los Teleri ardían inundando de llamas las playas de Drengist, pero nadie velaba esa pira funeraria, ni batalla ni rastro del enemigo.
Y allí, en lo que se conoció como Losgar, los mejores y más bellos barcos, modelados con ayuda de Ulmo en la gran canción, ardieron por la mano de la demencia en una hoguera terrible y el olor a la madera quemada permaneció en esas costas hasta el final de las edades.
Fëanor, como muestra de su determinación y cegado por la rabia, había mandado prender las naves para evitar la insurrección, el retorno o la traición a su juramento.
Los barcos aún ardían cuando Nuadha y Lugh llegaron cerca de la costa y los que no ardían estaban carbonizados o con las ascuas aún incandescentes. Grandes águilas giraban en círculos sobre el cementerio de barcos y una espesa nube de vapor tóxico invadía todo. Los marineros remaban despacio cerca del cementerio naval, para comprobar cualquier detalle de las naves que, encalladas en la orilla, les revelara la de Nuadha y Cry. Algunas zozobraban, de otras solo quedaba la quilla y el esqueleto negro.
Los marineros humedecieron los bajos de la capa en el mar y se los pusieron por encima de la nariz, pues la nube de ceniza y el humo los ahogaba. Los ojos comenzaban a arderles.
De pronto, Nuadha distinguió sobre el resto, la madera que con tanta pasión había moldeado. Allí estaba su barco. La madera blanca había sido sustituida por ceniza y carbón, y aún habían flamígeras lenguas que ocupaban la zona de cubierta. El barco se había inclinado sobre el lado de estribor, revelando la quilla y las cuadernas de la estructura. Los mástiles, rotos, ardían como antorchas en la oscuridad.
Situándose al lado de la baranda, Nuadha y Lugh abordaron la nave. La inclinación del barco había provocado que media estructura quedara sumergida. Lugh se quedó mirando cómo ardía un cisne de madera sobre la cubierta, era el mascarón para la proa de Cry. Sus alas eran polvo y el bello color había cambiado por un azabache carbonizado. Ya no había estrella en al frente del cisne.
Nuadha corrió en la dirección de la escalinata. Tuvo que recurrir a toda su fuerza para quitar los maderos derruidos que impedían abrir la escotilla. Al descubrir la escalera que descendía, vio que estaba lleno de agua. Se sumergió y buceó hasta el último nivel donde había mandado ocultarse a su hermano pequeño. El dolor del brazo era casi inaguantable, pero le ayudó a hundirse rápidamente en el agua. Consiguió llegar hasta la bodega de carga y, gracias a los rayos de luz que se filtraban desde la superficie, encontró fácilmente la despensa. La puerta continuaba cerrada y estaba bloqueada por uno de los armarios que había caído, pero tenía una brecha, una pequeña abertura provocada por el golpe. De la brecha surgía una pálida mano que colgaba. La mano de Cryafan.

Cryafan había encerrado y había navegado como un polizón oculto de los Noldor hasta el desembarco en Dengrist. Cuando escuchó que los ejércitos abandonaban la cubierta del barco, adoptó la postura más astuta y decidió esperar a que la tormenta pasara. Para cuando quiso reaccionar, ya era demasiado tarde. El humo empezó a inundar sus pulmones e intentó abrir la puerta con la llave justo en el instante en el que el barco encallado se inclinaba sobre uno de los costados. Uno de los armarios exteriores a la despensa volcó, tapando la única salida que Cry tenía y abriendo una brecha por donde intentó sacar el brazo. El armario que taponaba la puerta pesaba demasiado y el agua había empezado a entrar abundantemente. La llave se le resbaló de las manos y, atrapado, solo había podido empujar con todas sus fuerzas. Pero el agua entraba demasiado rápido y el humo desorientaba sus sentidos.
Completamente atrapado, cerró los ojos e hizo frente a su destino. Era un bardo Teler, nacido y criado para el mar y, como tal, se dispuso a recitar su última canción. Y así, cantando, murió Cryafan, hermano de Nuadha, por la ciega ira demente del Supremo Rey de los Noldor.

Nuadha volvió a la cubierta del barco y ahí se encontraba Lugh sollozando. En sus manos portaba el arpa que tan solo dos días antes había rasgado con sus jóvenes dedos el pobre Cry.
Fue la primera vez que uno de los Eldar escuchó una de las notas que componían la Gran Canción, pero no la escuchó a través de sus oídos sino que la música traspasó su interior. Nuadha supo que era un memento, compuesto por Ilúvatar para designar la desdicha del corazón y, como una de las grandes notas, no se escuchaba, sino que se sentía. Desde entonces se cuenta que los océanos crecieron casi dos palmos por las lágrimas derramadas de los Teleri. En la playa del estuario de Drengist aún suena, si prestas atención, como un eco lejano, la melodiosa y dulce voz del bardo marinero tocando su arpa muda.


4. CHOQUE DE METALES

Nuadha se colgó el arpa sobre la espalda. Sorprendentemente, contaba con todas su cuerdas y la madera no tenía desperfectos; era lo único que le quedaba. Junto con Lugh bajó a tierra firme, con el alma descompuesta y cayeron sobre la arena de la playa sin decir palabra. El tiempo se hizo infinito y habría sido imposible saber si habían pasado segundos, minutos u horas. Nuadha no dijo absolutamente nada. Enmudecido por fuera pero atormentado por dentro, se levantó y desenvainó su espada y fue a dar un paso cuando, de pronto, la arena se estremeció y se levantó, pues la fuerza de un huracán caía sobre los marineros. Una de las inmensas águilas descendió y fue a posarse a poca distancia. Eran tan grande como el árbol más alto, sus alas eran largas como barcos, sus garras podían recoger montañas y su pico beber ríos enteros.
—Apártate, monstruo —espetó, encolerizado, Nuadha apuntando con su filo al águila.
—¿Monstruo? —dijo el gran águila en tono reflexivo—. Lo que tú conoces como monstruo, primer nacido, son tan solo notas de música. Vibraciones discrepantes, irregulares, percutidas y metálicas… pero notas, al fín y al cabo, de la gran canción. ¡No! —gritó, cambiando ahora el tono a uno más atemorizante—. Yo soy Thorondor, los ojos del señor de los vientos, Manwë. Yo estaba aquí antes del diseño de los palacios del firmamento y yo fui el primero en sobrevolarlos —El gran águila extendió sus alas mientras hablaba y una terrible sombra se cernió sobre los marineros que, obstinados, no retrocedieron ni un paso—. Ahora he sido testigo del daño de los Teleri. Esta es ahora una tierra de infortunio y dolor, y dolor es lo que te acompañará durante el resto de tus días, brazo de plata. Para ti, que has visitado en sueños las estancias de Irmo, vengo a completar su mensaje: «No encontrarás paz a través de la venganza, pues tu destino navega en otra dirección y largas millas te quedan aún por recorrer». —Y estirando sus grandes alas de nuevo, remontó el vuelo, obligando a los marineros a cubrirse del tornado de arena, y entre el humo y la ceniza despareció.
Nuadha gritó. Gritó con toda la furia del océano. La rabia le invadió y gritó a los cielos, implorando que su hermano volviera. Lugh, que comprendía perfectamente las emociones de su amigo, le habló con tajante suavidad.
—Decidas lo que decidas, te seguiré.
—¡Harto de vino, ojo de perro, corazón de ciervo! ¡Basta! ¿No lo comprendes? —maldijo entre sollozos—. Tenemos hilos invisibles y ellos son los titiriteros. Ellos conocen el futuro y luego fingen lamentaciones cuando la desdicha llega a su tierra. Su prístina música y sus telares del destino. Feänor ha apuñalado a los Eldar y todo bajo sus designios —dijo, dirigiendo su dedo hacia el cielo— pero en esta hora aciaga te advierto, Lugh, que la espada de Nuadha «brazo de plata» probará la sangre del pérfido corazón del Supremo Rey de los Noldor.
Y así, Nuadha y Lugh se dispusieron a dar caza a su demente enemigo. Los marineros continuaron su marcha en dirección al llano de Dor-Lomin, la tierra del eco. Se trataba de una tierra antaño intacta, flanqueada por las montañas de Mithrim al este y las Ered Wethrim al sur. Una tierra que estuvo en un tiempo remoto cubierta por un tapiz verde y del que ahora solo queda un cenagal de barro.
Las tropas de Fëanor habían aplastado la tierra y arrasado los bosques, dejando el inequívoco rastro de la guerra. Dejaron atrás las nubes de ceniza y polvo que cubrían Drengist y lo sustituyeron por el halo de gris luminosidad del firmamento de Dor-Lomin. Cada vez se hacía más difícil reconocer el día de la noche, pues se extinguían los últimos vestigios de las luces de Laurelin y Telperion. Tan solo quedaba una opalescente luz nacarada que ofuscaba las estrellas.
Caminaron rastreando las huellas de las tropas fëanorianas durante horas, eran frescas, pues el agua que rezumaba de la tierra aún no se había secado y el hollín de las hogueras aún era reciente. Fue Lugh quien rompió el silencio que se había apropiado de los marineros.
—El linaje de Fëanor ha quedado maldito —dijo—, pero la desgracia corría por su sangre antes de que tomase estas terribles decisiones.
—Solo él es el culpable. Él y los Valar por su contemplativa reacción —le contestó Nuadha.
—La madre del Rey, Miriel… Siempre he pensado en su marcha —confesó, taciturno—. Se cuenta que partió al dar a luz a Fëanor, pues no se veía capacitada para aportar más al mundo. Sin duda, uno de los dones de la mujer elfo es el alumbramiento, pero no su razón de ser. La mujer aporta al mundo sabiduría y templanza, y su presencia es suficiente para iluminar la tierra y el mar. ¿Qué clase de demencia lleva a una madre creer que no puede contribuir más en la vida de su hijo? Ser madre es solo el comienzo. ¿Y si hubiera tomado otra decisión? Quizá si hubiera permanecido en Valinor cubriendo con sus alas a su estirpe en vez de huir a las estancias de Mandos, las cosas habrían sido diferentes. Quizá el maldito orfebre de los Silmarils no habría condenado a su raza por unas bisuterías.
—No te entiendo, ¿a dónde quieres llegar? —respondió Nuadha.
—Los Valar tienes reminiscentes ecos de la Gran Canción, pero dentro de esos ecos hay vacíos que llenamos con nuestras decisiones. Estamos atados, pero el lazo es laxo.
—Destinados o no, debemos responsabilizarnos de nuestros actos —contestaba Nuadha en tono resolutivo— y, ante la pasividad de los Valar, alguien debe impartir justicia.
—¿Nosotros? Sabes que te seguiré y sabes que te protegeré, pero no haré daño a ninguno de nuestros hermanos elfos —dijo Lugh—. No confundas justicia con venganza.
—Sea pues venganza. La dialéctica no impedirá que Fëanor, tenaz en su demencia, pague por sus crímenes. Aprecio tu compañía en esta hora —añadió, dirigiéndose a su amigo— y en esta hora te prometo que ningún otro elfo será herido por mi espada, siempre y cuando no se interponga entre el Rey de los Noldor y su punta.
—Fëanor, tenaz en su demencia como lo llamas, no ha cometido actos de guerra sino actos de locura. Su juicio ha sido turbado por las maquinaciones de Morgoth y ha arrastrado a su pueblo tras él.
—Su locura no lo exculpa ni excusa su crimen. Enajenado por su orgullo ha hecho más mal que el propio Morgoth. Pues en su crimen se ha llevado a un marinero que ya no navegará,. a un bardo que ya no escucharás y al elfo en el que Cry nunca llegará a convertirse —decía entre lamentos Nuadha.
—¡Lo sé!, y lo odiaré por lo que nos ha arrebatado a ti y a mí. Pero mi corazón aún alberga compasión —contestó Lugh— y su muerte no nos devolverá la sonrisa de Cry, ni un nuevo alba con su música.
Dejando atrás la discusión, tomaron la decisión de acampar bajo un pequeño conjunto de árboles que encontraron y, encendiendo una hoguera, se dispusieron a descansar. Según los cálculos, la vanguardia del ejército Noldor debía estar a menos de un día de camino y sin duda ya deberían haber entrado en batalla con las hordas de Morgoth, pues la tierra de Mithrim lindaba con el terreno del enemigo. Lugh se quedó haciendo guardia mientras Nuadha, exhausto, se tomaba el descanso merecido; sin embargo, no pudo descansar, el crujido de una rama cercana reveló que no estaban solos.
Cuando Nuadha abrió los ojos, Lugh estaba justo delante de él, con el dedo índice pidiendo silencio, y, seguidamente, señaló hacia el otro lado de una ladera cercana. Tan pronto como Nuadha desenvainó su espada, de la tierra trás la ladera brotaron varios seres deformes, que luego recibirían el nombre de orcos, armados con garrotes y cimitarras. Eran al menos diez y vestían ropas ligeras para pasar inadvertidos. Su aspecto era aún reconocible, pues antaño habían sido elfos sometidos a torturas deleznables; sus dientes estaban rotos y afilados, su piel se había vuelto gris y sus ojos eran negros como la noche. Nuadha alzó su espada, que se volvió más ligera y más brillante, y centelleando la esgrimió contra el enemigo.
Mató al primer orco que se acercaba, pero en el momento que sacaba su espada del cuerpo, el esfuerzo le recordó el dolor de su brazo cubierto con la armadura de plata mithril. Intentando defenderse de otros dos orcos que se acercaban, alzó su brazo a modo de escudo y se protegió de los inminentes golpes. Con su mano izquierda blandía la espada que le regaló el herrero y con su brazo derecho se protegía de los golpes certeros del enemigo. Varias fueron las cimitarras que se partieron contra el brazo de plata mithril de Nuadha, pues el acero era mucho más resistente que el oxidado bronce de los orcos.
Cayeron varios orcos a sus pies y otros tantos bajo la lanza de Lugh «brazo largo» que se movía como el rayo en la tormenta. A continuación, detrás de la colina surgieron varias hordas más de enemigos. Los marineros, espalda contra espalda, se prepararon para la batalla final viéndose rodeados.
De pronto, un rayo de luz iluminó la tierra embarrada y, tras él, llegó otro que deslumbró a los orcos. La bóveda celeste se descubrió y sobre el cielo surgió un disco de oro. Del anillo de oro surgía una luz que cegaba como nunca se había visto en las costas de Beleriand y junto a esa luminiscencia, un calor protector. 
Los orcos, aterrorizados ante el poder que surgía del firmamento, huyeron horrorizados.
Los Valar habían puesto a navegar las barcas que transportaban los discos de la luna y el sol dando así comienzo a la primera de las edades del Sol y, tras esa escaramuza, surgieron las primeras historias. Los orcos contaban que esta tierra pertenecía ahora a dos brillantes elfos, hijos del disco de fuego. Uno, portaba una lanza cuya batalla no se podía perder, y el otro, con un brazo de plata y con su poderosa espada, cuya herida siempre era mortal. Su historia se hizo mito y pasaron a ser Lugh Lamfhota y Nuadha Argetlam.


5. DAGOR NUIN GILIATH

Los elfos tardaron varios minutos en acostumbrarse a la cegadora luz que surgía del cielo. Con los rayos que se filtraban de entre las nubes, Nuadha y Lugh pudieron observar por vez primera la región de Dor-Lómin, tal y como se contaba en las canciones. Desde la destrucción de los dos árboles, los días y las noches se habían mezclado dejando oscuros blancos y brillantes grises. Ahora, el cielo volvió a recuperar el celeste color que lo caracterizaba y los árboles volvieron a ser verdes como antaño. El calor restauraba el ánimo de los marineros, que contemplaron el horizonte maravillados.
—Es algo distinto a las dos lámparas. Este disco está flotando sobre las nubes y no parece demasiado grande en la lejanía —apuntó Lugh—. Además daña al mirarlo, pero más a los orcos que a nosotros.
—Los Valar y las Valier actúan por fín, iluminan el mundo y nuestro camino hacia Mithrim. Debemos partir pues —dijo Nuadha.
Se pusieron en marcha y corrieron hacia el este, en busca de la venganza ansiada. Alcanzaron la loma de las montañas de Mithrim unas horas después, cuando se percataron de que el disco de oro que levitaba sobre el firmamento se alejaba .
—Se oculta hacia el oeste como tirado por barcos —dijo Nuadha—, y su luz y calor empieza a debilitarse, pero tarda más que Laurelin. Los ciclos de horas cambian y ahora los días parecen más largos. Los Valar reestructuran el cosmos a su antojo y nosotros, títeres, sufrimos las consecuencias.
—Pero su luz tan solo cambia de forma —dijo Lugh señalando hacia el cielo. Sobre las nubes se dejaba ver otro disco, semejante al anterior pero coloreado de plata—. No hay lugar para las tinieblas en esta tierra.
—Debemos ascender la colina por el paso de Mithrim —señaló Nuadha, intentando restar importancia al logro de los Valar—. Desde la cima deberíamos poder ver las huestes fëanorianas.
Ascendieron arduamente por el paso de Mithrim que había quedado a la vista tras las pisadas de los ejércitos Noldor. El camino serpenteaba durante largas millas hasta alcanzar la arista de la montaña. Los marineros decidieron acortar en la medida de lo posible escalando.
Los guijarros de piedra dificultaban el ascenso, pues volvían el sendero traicionero y era sencillo resbalar colina abajo. Clavando los dedos ensangrentados sobre la roca y la tierra, consiguieron alcanzar el pico más meridional de las colinas de Mithrim. Ya en la cima sobre el horizonte, iluminado por el disco de plata que coronaba ahora el firmamento, vieron cientos de hogueras que titilaban en la penumbra. Las huestes fëanorianas estaban acampadas y bien pertrechadas. Habían excavado sobre el campamento una línea de trincheras para evitar el acoso del enemigo.
Los marineros descendieron por la colina con mucha más facilidad y presteza que antes, pero a pesar de su velocidad fueron alcanzados por el disco de oro que ya asomaba ahora por el este. Con el alba llegaron a las trincheras y al campamento, y comprendieron que lo que allí se apostaba era solo la retaguardia. El ejército ya había partido hacia Mithrim para prestar batalla contra el enemigo y lo había hecho sobre caballos. La primera vez que la tierra de Beleriand recibiría la carga de una caballería.
Lugh y Nuadha atravesaron el campamento y corrieron empujados por los vientos de Ossë y en pocas horas divisaron la línea de batalla.
Comprendes la crueldad de la guerra solo cuando la ves, solo cuando la escuchas y solo cuando la hueles. El aire estaba cubierto del aroma ferroso por la sangre vertida y los primeros cuerpos empezaban a descomponerse. Orcos, elfos y caballos gritaban, de ira algunos, otros de dolor. Los trolls surgidos del interior de la tierra portaban gigantes garrotes remachados que aplastaban todo lo que se interponía en su camino. El campo de batalla se extendía hasta donde alcanzaba la vista y sin importar donde posaran la vista, había crueldad.
Lugh cogió dos caballos que habían perdido a sus jinetes recientemente y en los que aún se apreciaban manchas de sangre sobre la silla de montar.
—Fëanor estará en la vanguardia —dijo Nuadha—, debemos alcanzarlo antes de que estas aberraciones nos roben la venganza.
En bloque cabalgaron Nuadha y Lugh y, tras ellos, más jinetes se unieron, aprovechando la carga de caballería y reduciendo a los orcos que se interponían. La noche los alcanzó revelando un cielo despejado y decorado por las estrellas de Varda. En ese instante, Fëanor hacía retroceder a los orcos de Morgoth hacia Ard-Galen. La lucha continuó toda la noche de pálida luz, pero en esa tenue oscuridad Nuadha vislumbró el Carnyx de Fëanor, que portaba un joven elfo.
Lo hizo sonar y de él surgió una llamada que hizo retumbar la tierra. A su lado, Fëanor alzó su montura sobre las patas delanteras y haciendo frente a su destino, cabalgó solo en una furiosa persecución del enemigo. El sonido quedó apagado cuando una la cimitarra de un orco partió el carnyx en dos, atravesando también a su portador. Los marineros cabalgaron tras el espíritu de fuego, pues Fëanor, más que nunca, hacía honor a su nombre en batalla.
Dejaron atrás los ejércitos cuando la tierra tembló de tal forma que por poco no los desmontó de sus caballos. Una brecha se abrió en el suelo y de él surgió el magma incandescente del mundo subterráneo. Como un volcán emergió de la tierra Gothmog, el Señor de los Balrogs, que, vestido con una armadura de placas de fuego, sostenía un látigo de 7 puntas que restallaban como truenos.
—¡Por Ossë! —exclamó Lugh—, ¿qué clase de corrupción es esa? Morgoth ha atrapado el espíritu de un volcán y ahora nos lo envía para exterminarnos.
Gothmog tiró del caballo a Fëanor con su primer latigazo y la montura, aterrorizada, huyó con las crines en llamas. Lugh y Nuadha siguieron cabalgando entre las llamas y mientras crepitaban las colas del látigo en el oscuro cielo, Nuadha recordó el sueño enviado por Irmo e interrumpido por un azote de fuego.
Los marineros alcanzaron a Fëanor, que se encontraba boca arriba con medio cuerpo abrasado. Descabalgaron y, en el momento que lo hicieron, los caballos huyeron despavoridos. Lugh alzó su lanza hacia el Señor de los Balrogs, que rió, amedrentando al elfo. Nuadha en cambió se agachó, mientras sacaba de la vaina su espada, para tener más cerca al Supremo Rey de los Noldor.
—Mis joyas —escuchó Nuadha que decía Fëanor—. Me robaron mis queridas joyas.
Tenía la piel carbonizada pero entre el negro hollín, Nuadha consiguió ver dos ojos grises que lagrimeaban. Con la espada en la mano poso la punta sobre el cuello del derrotado elfo.
—Revélame el porqué, viejo elfo —preguntó Nuadha.
—Mis joyas, su brillo…
Nuadha tiró la espada al suelo y cogió de la armadura al moribundo elfo e insistiendo volvió a preguntar.
—¿Por qué? ¿Por qué dejaste que ardiera Cry, maldito demente? —volvió a preguntar.
Lugh esquivó al señor de los Balrogs, que golpeaba el suelo con el látigo, pero la fuerza del impacto agrietó la tierra y derribó al elfo.
Fëanor, con la piel abrasada y carbonizada, gritó a Nuadha que lo tenía agarrado por la armadura y el cuello.
—¡Las joyas no arden! ¡Solo mis Silmarils importan!
Solo entonces, como el destello de una estrella, Nuadha sintió lástima del loco que tenía cogido por el cuello. Había quemado los barcos de los Teleri y con ellos a su propio hermano y, ahora, presa de su destino, paradójicamente, moría a consecuencia de las llamas. En su interior, Nuadha sabía que su hermano no habría aprobado el asesinato y por compasión soltó al moribundo elfo.
Se levantó y alzando la espada, Nuadha se dispuso a la par que su amigo Lugh que se levantaba del suelo y ambos hicieron frente al demonio de fuego. La espada y la lanza brillaron bajo las estrellas.
De repente, el sonido de los cuernos de guerra se alzó y apareció la caballería fëanoriana, comandada por Maedhros, y delante de todos ellos había dos caballos que iban separados del ejército. Se trataba de Janto y Balio, las bestias del herrero sanador Creidne, que habían cruzado el Helcaraxë y que ahora rescataban a los marineros.
—Los caballos han llegado —dijo Lugh.
El Señor de los Balrogs se retiró ante la vanguardia fëanoriana, dejando un rastro de fuego a su paso y descendiendo de nuevo a su guarida subterránea. Nuadha y Lugh montaron sobre los majestuosos caballos frisones y dejaron el cuerpo del agonizante Rey de los Noldor para que fuera encontrado por sus execrables hijos.
Los marineros cabalgaron lejos de la guerra y de la muerte. Nuadha comprendió que la venganza no es justicia y que no recuperaría lo que más amaba. Su hermano pequeño era un elfo compasivo y no vengativo. En adelante, aquella batalla se conoció como la Dagor Nuin giliath, «la batalla bajo las estrellas», y fue tan solo una de las primeras batallas que atarían a los hijos de Fëanor.
Nuadha y Lugh retornaron a Alqualondë para ayudar en su reconstrucción, pero su sino les llevaría aún más lejos. Los versos de la Gran Canción narrarían sus hazañas y cómo la sabiduría del carpintero de barcos, Nuadha Argetlam, y de su infatigable amigo, Lugh Lamfhota, los llevaría a la Guerra de la Cólera y aún más allá, hacia las rutas del orbe… pero esas historias de héroes y reyes en otros cantares están.

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