SILLA DE HIERRO

Aquellos días oscuros ponían a prueba la fragilidad de la fe. Un cielo, oscuro casi negro y a la vez seco, custodiaba y castigaba los actos heréticos de la pérfida humanidad. Era como si los primeros colonos ingleses, aquellos padres de sus padres, hubiesen traído a esta nueva tierra su clima y con él, la desgracia y la desesperanza de la que huían.  Promesas de suelo fértil se fueron ahogando con cada nueva estación sin lluvias y ahora, con toda esperanza perdida se encontraban en el muelle de madera, recurriendo a Dios. Suplicantes. 

Se trataba de una endeble estructura que avanzaba hasta el horizonte alcanzando una zona de tenebrosas aguas insondables. Los tablones de madera no tenían muchos años —fueron construidos por la generación de colonos anterior—, pero los clavos ya estaban recubiertos de herrumbre y las traviesas se habían combado en algunas zonas. Un camino peligroso que amedrentaba y servía de dolorosa expiación para los cristianos, virtuosos y pecadores, que habitaban aquella malhadada aldea. 

Al final del muelle había una silla de metal situada de espaldas al mar. Se trataba de una silla sin nada en particular, rudimentaria para los ojos profanos pero todo un artificio para aquella depauperada región. El respaldo y el asiento eran planchas de hierro que se unían a los largueros y a los patas tubulares, también fabricados del mismo material. Estaban unidas mediante ataduras hechas con un grueso alambre de púas que recorría por completo la silla. Era todo el metal que había podido reunir aquella pobre gente en decenas de leguas a la redonda. Bajo la silla, había una pila de leños secos y tras las patas traseras de la silla, un listón de madera clavado al muelle servía de tope. A unos metros de la silla de hierro había un largo horcón. Se trataba de una pértiga acabada en dos puntas que servía para la labranza y cuyo fin aquí era  empujar la silla de metal que, al hacer tope con el listón, volcaría, cayendo así al mar. Todo aquella parafernalia estaba impregnada de un aceite viscoso.

Los aldeanos presentes se abrieron como las aguas dejando paso a dos campesinos que acompañaban a una figura encapuchada con un saco de arpillera. Sendos vigías obligaron a la figura a sentarse, forzando a que se clavara las púas de los alambres que recorrían la silla de hierro y que servían de armazón. Amarraron de pies y manos a su presa hasta amoratar sus extremidades para impedir que pudiera levantarse. Cuando terminaron, volvieron a rodear sus piernas y torso con pesadas cadenas de hierro negro. Ambos campesinos jadeaban por el agotamiento, endurecido por una idea que les arrebataba el aliento. 

Uno de ellos liberó a la figura de su ciega visión quitándole el saco y una mordaza empapada en lágrimas. La figura encapuchada era tan solo una joven, más bien una niña irreconocible para los ojos anhelantes.  Los ojos enrojecidos estaban a punto de salirse de sus órbitas y sobre la frente cortes ininteligibles para la percepción cristiana reflejaban runas de una lengua extranjera. 

El grupo de aldeanos guardó silencio. Tan solo se escuchaban los firmes pasos de un hombre de Dios mezclados con los sollozos de la joven. El sacerdote se persignó y gritó haciéndolo cada vez más alto para ahogar las súplicas y gritos de la torturada niña.

En este año 1642 de Nuestro Señor Jesucristo,  este tribunal eclesiástico te condena a ti Marie Anne Fletcher por los crímenes de brujería. Relaciones sexuales con ícubos y súcubos que provocaron la esterilidad de nuestras tierras y la sequía al contener el agua dentro del cielo negro. Causar la muerte por inanición de los hijos recién nacidos de varias familias cristianas, arrebatando a dichos padres la virilidad de sus atributos. Persuadir con las argucias del maligno la inquebrantable castidad de varios buenos hombres de esta aldea cristiana, arrastrándolos a pensamientos lujuriosos. Portando la  palabra de Nuestro Señor y el martillo de las brujas, se te condena a morir en la hoguera en donde el fuego expiará todos tus pecados —Los aldeanos seguían en silencio. Los hombres, con culpabilidad en sus ojos, observaban,  mientras que  las mujeres rabiaban reteniendo la espuma con sus labios ó escupiéndola. El sacerdote continuó —. En caso de ser inocente de estos crímenes nada deberás temer. Mientras las lenguas de fuego acaricien tu cuerpo y el inefable dolor por tus pecados te haga agonizar, horadando así tu espíritu,  deberás rezar  para que Dios nuestro señor no te abandone y aleje cualquier mal de ti y de todos nosotros. Si tal como considera este tribunal, eres una bruja, arderás sin poder poner la palabra de Cristo sobre tus labios y morirás agonizante.  ¿Últimas palabras?

Por…por favor, yo no … no he hecho nada…por favor, ¡Dios mío ayúdame! Padre nuestro que estás en el cielo…  — Gemía la muchacha, intentando una última plegaria,  mientras el sacerdote le lanzaba agua bendita interrumpiendo sus lamentos. Tenía miedo de sus palabras. 

Timorato, uno de los campesinos acercó una antorcha, tan larga como su cobardía, a los maderos impregnados de aceite que reposaban bajo la silla de hierro.

El fuego se extendió rápidamente con un fogonazo que dejaba entrever solo una oscura sombra tras la cortina de llamas. La muchacha golpeaba el suelo con los pies con el poco margen que le permitían las ataduras. Los gritos de dolor desgarraban el alma de los presentes y el calor abrasador hizo que los campesinos empezaran a sudar. El viejo y raído vestido de la joven ardió dejándola completamente desnuda y revelando la figura que tantos hombres lascivos deseaban. El humo ascendía de un color gris y negro y el olor a piel quemada era...inexistente. No había piel quemada, no había olor. Los gritos se apagaban. Las ropas y la soga se deshacían bajo el fuego pero la piel de la muchacha permanecía intacta. El metal de la silla estaba al rojo vivo y sin embargo, la piel de la muchacha parecía más nívea que nunca, incluso la mugre estaba desapareciendo. Tras la cortina de fuego la figura se hizo más clara y con esa claridad alcanzó a verse una sonrisa reveladora. Ella sonreía y sus dientes que se tornaron negros dejaron paso a una lengua afilada y larga que llegaba casi hasta sus pechos desnudos.

Los hombres comenzaron a vomitar cayendo de rodillas como hundidos por un sortilegio mientras las mujeres enloquecían y se lanzaban al agua.  Paralizado por el terror el sacerdote recogió la pértiga que había en el suelo. El horcón estaba incandescente a pesar de no estar cerca del fuego  y la piel del sacerdote se quedó pegada al derretirse por el contacto. Con un último esfuerzo empujó la silla de hierro que basculó sobre el listón de madera clavado al suelo y cayó al fondo del océano. El fuego, intensificado por el aceite seguía ardiendo bajo el agua y tardó varios minutos en apagarse. La figura demoníaca descendió rápidamente, envuelta en una oscura luz,  por el peso de la silla y las cadenas que servían de últimas ataduras.

Tras la ejecución, la situación en la aldea no mejoró. Los campos seguían sin ser fértiles y los deseos lascivos de los campesinos se mantuvieron como esculpidos sobre piedra y así sería mientras el cuerpo de la bruja continuara en el lecho de sus costas. 

Pasaron décadas hasta que la sal y el óxido corroyeron el hierro dejando solo fragmentos que fueron arrastrados por las gélidas corrientes y que arrastraron  a su vez el cuerpo latente de la bruja. Incluso lejos de su poderosa voluntad, el pecado de los aldeanos no desapareció pues eran los verdaderos culpables de su destino. Tan frágil es la moralidad humana que tan solo se necesita un empujón en cualquier dirección para convertirse en un animal. 

Y con el paso de una centuria, la marinería rescató a una joven muchacha desnuda del iracundo mar. Los pescadores que abrieron la red, miraron los desnudos pechos de la joven y abrieron también de par en par una puerta que siempre estuvo entornada; la tentación. Ella despertó y mostró sus dientes, nuevamente blancos con una sibilina sonrisa.   


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