UNA MADRIGUERA INESPERADA

 

UNA MADRIGUERA INESPERADA

Capítulo 1.



El tejado inclinado a dos aguas estaba revestido con tejas de cerámica matizadas de color viridiano. La hiedra trepaba ocultando por completo las paredes exteriores dejando desnudas las iluminadas ventanas con marquetería de cedro. Como un árbol encendido en su interior, la Mata de Hiedra, famosa taberna de la Comarca, iluminaba el camino de Delagua. Con una notoriedad consolidada, esta taberna situada en las fronteras de la Cuaderna del Oeste, era famosa por su cerveza tratada con distintas hierbas aromáticas; jengibre, hierbabuena y menta. Si los pies cansados de un hobbit, ya sean descalzos o con zapatos, buscaban un buen pescado, la opción era la Perca Dorada. Si lo que buscaban son canciones y compañía se debía ir al Dragón Verde, pero si querían todo eso y además una buena cerveza, su sitio era la Mata de Hiedra.

Sobre la barra de madera veteada y humedecida por la cerveza derramada había abundantes platos de tocino, setas, queso de oveja y panceta hecha lentamente en horno de piedra. Cuando llegaron las tres jarras de cerveza que faltaban, Paladin se las apañó sin demasiado esfuerzo para cargar con ellas y con los platos. Vestido con un chaleco formal de color cetrino y un pañuelo verde sobre el cuello cargaba con las viandas dispensando una sonrisa elocuente. Como Thain de la Comarca y cabeza de familia de los Tuk aprovechaba para dejarse ver en público con frecuencia y atender las peticiones de sus convecinos. Sobre todo en aquellos días en los que se habían divisado fronteros, pues era así como llamaban los hobbits a los foráneos de aspecto sospechoso. Era 23 de septiembre del año 1418, según el cómputo de la Comarca, y las noches empezaban a enfriarse lo suficiente para querer permanecer bajo un techo caliente. Sin derramar una gota, Paladin llegó a la mesa donde le esperaban sus acompañantes. Uno de ellos era viejo y sus arrugas reflejaban una vida dura pero satisfactoria. Su pelo, encanecido por los años, brillaba con intensidad bajo la luz de los faroles exteriores que se filtraba a través de las ventanas. Con los años, el buen comer le había ensanchado el contorno haciendo trabajar de más a los botones de sus pantalones. El otro hobbit debía estar cerca de alcanzar la mayoría de edad, treinta y tres años según las costumbre de la región. De pelo rubio y frondoso, escuchaba atentamente las palabras del anciano que tenía de frente.

— ¡Paparruchas! ¿Ventanas cuadradas? —discutió el anciano con una voz áspera— deja de decir sandeces o te meterás en un brete jovencito. Escúchame atento porque esto es importante. Un Smial, un Gran Smial como los de Alforzada o Hobbiton no es un agujero en el suelo. No solo eso al menos. Un Smial es un suelo de listones barnizados que brillan bajo la luz de una gran chimenea de piedra. Es el olor a salvia y rosas del jardín delantero. Sus columnas y vigas son de maderas nobles. Sillas pulidas, ornamentadas con florituras y acolchadas con cojines de plumas donde sentarte para cenar trucha con patatas. Un sofá aterciopelado con enormes orejas para fumar en pipa mientras descansa tus pies sobre un escabel de piedra. Hierba de Valle largo o Viejo Toby o Estrella Sureña mientras se filtra la cálida luz de una temprana primavera.

a través de una ventana, ¡re-don-da! —exclamó insistente— ¡En un Smial no debería haber ventanas cuadradas!

— Así es —afirmó Paladin que acababa de sentarse —, escucha al viejo Gormadoc Madriguera. Lleva muchos inviernos siendo capataz y construyendo Smials, casas, graneros y todo lo que se prestara. Es más un artista que un constructor.

— ¡Y el molino del viejo Ted Arenas y la alquería en la orilla oeste del camino de la Colina! — añadió Gormadoc mientras agarraba su jarra de cerveza recién tirada— y tenía ventanas redondas como ruedas, joven Dédalo.

Dédalo Tallabuena estaba en edad de buscarse un oficio y desde pequeño había reparado en cómo eran los hogares en la comarca. Vivía con su familia cerca del País de las Colinas Verdes donde, siendo niño, recogía leña seca que acumulaba sin motivo aparente. Un día su padre, Bingo Tallabuena, comprobó que utilizaba las ramas para hacerse pequeñas tiendas que cubría con hojas. Así es como descubrió el interés de Dédalo por la construcción. Era momento de que su hijo mayor conociera al tío de la familia Madriguera, un hobbit avezado en la construcción y la carpintería.

Gormadoc Madriguera se había casado hacía muchos años con Perla Redondo, una hobbit de largos rizos rojos. Se convirtieron pronto en una de las parejas más queridas de La Comarca, sin embargo, su felicidad quedó truncada durante el invierno de 1380. Perla contrajo unas fiebres que se la llevaron precipitadamente. El desconsuelo de Gormadoc por aquella desdicha aumentó con los años y la soledad de una vida sin compañía cambió su forma de ser. Antaño célebre y risueño, Gormadoc tornó en huraño, mustio y cascarrabias a medida que envejecía, pero seguía siendo un hobbit de buen corazón, al que las adversidades le habían golpeado demasiado temprano. Para todos había pasado a ser el viejo Gormadoc Madriguera.

Por eso cuando el padre de Dédalo, llamó a la puerta del viejo Madriguera este se mostró reacio y evasivo. Se sentía demasiado cansado para enseñar a nadie los entresijos de una profesión tan compleja como la suya. Sin embargo, el viejo Gormadoc cambió de sentir de la noche a la mañana. Nunca comentó a Dédalo o a su padre el motivo de su cambio de parecer puesto que decidió guardarlo en el rincón más profundo de su corazón para atesorarlo.

La misma noche de la petición, Gormadoc dormía a la luz de la chimenea con un pijama de franela para el invierno y un gorro que hacía más grandes sus velludas orejas. Bien fuera un profundo sueño o una imagen real, las llamas de la chimenea cobraron la forma de ondulados cabellos rojos. Con el crepitar de la madera ardiendo se dibujó un rostro bajo el arco de piedra. La hermosa cara de Perla, su difunta esposa, apareció sonriendo tras tantos años separados. De aquellos labios que tanto echaba en falta el viejo cascarrabias, surgió un leve movimiento.

Instantes después, el viejo Gormadoc salió agitado de su casa con el pijama y el gorro, terminado en una borla blanca, aún puesto y se dirigió a casa de los Tallabuena. Llamó al aldabón con fuerza y las velas del interior se encendieron. A la mañana siguiente, el padre de Dédalo contó que nunca había visto a Gormadoc Madriguera tan contento. Se había presentado de madrugada para aceptar la petición de acoger como pupilo al hijo mayor de Bingo Tallabuena.

— Mañana por la noche que se reúna conmigo en La Mata de Hiedra — dijo el viejo Gormadoc—, ¡y qué no se retrase! Este no es oficio para perezosos ni despistados.

En ese momento notó que aún iba en pijama. Masculló algo y se dio la vuelta para regresar a su casa. Antes de girarse del todo volvió la cara a Bingo Tallabuena y le dio las gracias.

Sea cual fuere el mensaje que el viejo Gormadoc había creído ver en el fuego de su chimenea le había hecho cambiar de opinión y recuperar la sonrisa. Una felicidad hace tiempo olvidada por ese viejo hobbit.

Las cervezas estaban ya casi a la mitad y los platos empezaban a vaciarse. Las setas estaban mejor que nunca, crujientes y aderezadas con perejil y ajo. Los platos que se vaciaban volvían de la cocina llenos de nuevo. Huevos con patatas y carne adobada acompañan ahora a los comensales. Esa noche en la Mata de Hiedra llovió bebida y nevó comida, tal y como reza el dicho en la Comarca.

— Saradoc de los Gamos me pidió hace tiempo que explorara un terreno que hay más allá del Bosque Viejo— dijo el viejo Gormadoc.—No me gusta aquel lugar pero es cierto que la tierra es buena y está cercano al camino que conduce a la aldea de Bree de la gente grande.

— ¿Bree?— contestó Dédalo sin disimular su entusiasmo.

— Un pueblo lleno de gentes extrañas en mi opinión— dijo Paladin—, pero hay hobbits allí de buena familia. Quizá puede escribirles si necesitan alojamiento.

— No será necesario—contestó el viejo Gormadoc—, no viajaremos hasta allí. Aunque puede que en el futuro pueda llevarte y quizá conozcas a esa gente botarate que construye esas desalmadas ventanas cuadradas. He enviado una carta por correo a los Gamos avisando al viejo Saradoc de que estaríamos allí en dos días.

En ocasiones, el viejo Gormadoc rumiaba con la boca como si tuviera un exceso de saliva e intentara despegarse la lengua del paladar. Un gesto, adquirido con los años, que a Dédalo le resultaba repulsivo al principio pero que con el paso de la tarde se volvió entrañable.

— ¿Qué camino tomaréis? —preguntó Paladin—Hay gente de dudosa reputación merodeando los caminos y se han visto zorros cerca del Bosque Cerrado.

— Saldremos mañana al alba y tomaremos el Camino del Este— contestó Gormadoc—. Son cuarenta millas en línea recta desde la Piedra de las Tres Cuadernas hasta el Puente de Arcos de Piedra. Es un viaje largo para mi edad y no pienso desviarme y tomar caminos enfangados solo porque se hayan visto unos pocos raposos. Además, el Bosque Cerrado está lejos del Camino de Este y no tengo intención de adentrarme sin necesidad en aquella floresta.

Gormadoc no era especialmente valiente, no obstante, la edad y la madurez le habían otorgado la cualidad de menospreciar cualquier eventualidad que pudiera conllevar algún peligro. Dédalo se sintió más confiado y seguro ante la respuesta del viejo capataz.

— En cualquier caso, toda la atención está recayendo ahora sobre los Sacovilla-Bolsón así que no creo que tengáis problema—apuntó Paladin.

— ¿Qué sucede con los Sacovilla-Bolsón?—preguntó Dédalo. Conocía a Lotho por las habladurías y nunca decían nada bueno.

— ¿No lo sabéis? El viejo Frodo Bolsón les ha vendido Hobbiton después de tantos años—contestó Paladin—. Ahora son los propietarios del mejor smial de la Cuaderna del Oeste.

— ¡Bobadas!— exclamó Gormadoc—. Hobbiton es lo más preciado que le queda a Frodo tras la marcha de su tío Bilbo. Aún recuerdo cuando dimos por muerto hace ya tantos años a ese viejo trastornado. Se organizó una subasta y todo. Desde entonces no se alejaba mucho de su casa y vigilaba muy cerca a sus primos. Lo entiendo …los Sacovilla-Bolsón no son de buena ralea.

— Pues las cosas han debido cambiar allí arriba —contestó Paladin—Es tan cierto como que a los hobbits no sabemos nadar.

Esto era cierto en la mayoría de casos y un dicho muy popular en las cuadernas de la Comarca pero a menudo aparecía un Brandigamo que presumía de cruzar a nado el Brandivino de orilla a orilla sin que se le apagara la pipa.

— Mi hijo, Peregrin—continuó diciendo Paladin—, ha marchado con el viejo Frodo y su jardinero justo hoy hacia los Gamos. Lleva unos días organizando la mudanza para marcharse definitivamente a Cricava. Ahora que lo pienso, es posible que coincidáis en el camino.

— La verdad, sería un placer —contestó Gormadoc—, todos los Bolsón fueron buenos con los Madriguera. El pobre Frodo ha tenido que pasarlo realmente mal con la chochez de su tío. Esas historias extravagantes de lobos, cuervos y trasgos no son propias de hobbits, si ustedes me entienden. Además, ese aspecto lozano no era natural. Por suerte, su sobrino era más cabal y su compañía toda una recomendación. Recuerdo que repartió hace unos años todo lo que Bilbo dejó antes de desaparecer.

De pronto el viejo Gormadoc se echó a reír solo como quien recuerda alguna vieja anécdota olvidada. Dio un buen sorbo a la jarra de cerveza y golpeando con fuerza sobre la mesa dijo:

— Esta si es una buena historia. ¿Sabéis qué me dejó a mí en reparto el loco Bolsón? Me dejó una preciosa maza de madera que aún conservo. Tenía un mango de cuero repujado y sobre el lomo de madera se había trazado, con vara candente, un árbol de muchas hojas a cada lado. Se usa para golpear los ensambles de madera sin dañarla.

— Un regalo para la vista —interrumpió Dédalo.

— Sin duda, y para el trabajo. Una maravillosa herramienta de artesanos. — señaló Gormadoc—. Lo que no recordaba el viejo Bilbo cuando se marchó tras su centesimodecimoprimer cumpleaños y dejar que su sobrino Frodo hiciera el reparto de sus cosas era lo siguiente.

Hizo un silencio, como para crear expectación y aprovechó para terminar la jarra de cerveza a la que solo le quedaba un trago coronado por espuma.

— ¡Yo mismo le había fabricado y regalado aquella maza hacía ya varios años! —gritó entre carcajadas.

Era noche cerrada cuando Paladin, Gormadoc y su pupilo salieron de la Mata de Hiedra. Tras la anécdota del viejo capataz, cantaron algunas canciones para celebrar el viaje mientras reposaban la abundante cena.

— Espero que vuestro viaje sea fructífero —dijo Paladin—. Si veis a mi hijo Pippin durante el camino, pedidle que escriba cuando llegue. Es aún muy joven y su madre se preocupa. ¿De dónde partiréis?

— Saldremos al alba desde la Piedra de las Tres Cuadernas. Quiero enseñarle a este muchacho una de sus primeras lecciones —contestó Gormadoc, cogiendo del hombro a Dédalo y acercándoselo. El Thain sonrió al ver a aquel anciano de tan buen humor después de tanto tiempo.

Los tres hobbits se separaron y se dirigieron a sus hogares tras esa maravillosa velada. El cielo estaba ligeramente nublado. La luna se dejaba ver tímidamente y el viento soplaba del oeste. Los árboles estremecidos se agitaban nerviosos en la oscuridad. Ninguno de los hobbits, satisfechos tras aquella cena, se percató del afilado sonido que empujaba el aire. La brisa arrastraba un agudo lamento que helaba la sangre. A tan solo unas millas de allí, un Jinete encapuchado hacía preguntas extrañas.


Capítulo 2.

El sol asomaba por el horizonte cuando Dédalo llegó al punto de encuentro. El Camino del Este estaba custodiado a los lados por robles, castaños y arces que refrescaban el sendero. Estos últimos, habían perdido las hojas durante el otoño y reposaban sobre el suelo de arena tapizándolo de colores rojos y dorados. El sendero llegaba hasta una plazoleta con una gran roca en su centro. La Piedra de las Tres Cuadernas era un monolito de unos 20 pies de alto que unía las Cuadernas del Norte, Oeste y Sur, y se consideraba como el centro aproximado de la Comarca. El sol, muy bajo aún, proyectaba la larga sombra del monolito sobre el brillante césped. Tras una noche fría, la humedad había perlado de rocío las hojas verdes de los árboles y el pasto que crecía a sendos lados del camino.



Era la primera ocasión en la que Dédalo viajaría más allá del Brandivino y esto le causaba cierto nerviosismo que lidiaba con algo de entusiasmo. Su padre le había ayudado a preparar la mochila y aprovisionarse bien para un viaje fuera de la Comarca. Con el desayuno aún en la boca del estómago, pensó en sentarse y apoyar la espalda unos segundos sobre la piedra. En ese momento, el rumor del viento trajo una voz y el sonido de unos cascos.

Un hobbit se acercaba por el camino canturreando una canción, acompañado de un poney marrón considerablemente peludo. El animal cargaba con alforjas y sacos de arpillera que aplastaban su pelo a ambos lados. Era una bestia joven y afanosa, y eso se transmitía en sus pasos firmes. A medida que se aproximaban, el tintineo de los fardos se hacía más audible, semejante al sonido de herramientas al chocar. El hobbit, que agarraba al poney por una de las riendas, llevaba un sombrero de ala corta hecho de fieltro verde con una cinta roja decorativa. Vestía un chaleco del mismo color que la cinta y portaba un robusto bastón de viaje, acabado en un tosco nudo de madera. No llevaba zapatos, en cambio, mostraba unos peludos rizos de color blanco en sus pies.

— Buenos días, muchacho —saludó el viejo Gormadoc con su voz áspera pero afable—. Espero que hayas dormido bien esta noche. Son cerca de dos días de viaje por este sendero y me gustaría descansar lo mínimo posible.

— Sí, señor —contestó respetuosamente Dédalo —, no le había reconocido con el sombrero y no sabía que tuviera un poney.

— ¡Diantres! ¿No trajiste sombrero? —preguntó Gormadoc —. Corres el riesgo de que se te cueza la cabeza si el sol sale con vigor, muchacho. El otoño está reciente y ha sido un verano caluroso.

— No se preocupe —dijo Dédalo —, traje una capa con un capuchón. Suele vestirse para la lluvia a la intemperie, pero servirá.

— Bueno, supongo que tendrá que servir — refunfuñó—. Bien empezamos el viaje. Supongo que mientras nos esperabas a Guille y a mi has averiguado como se levantó esta pesada roca.

Guille era el nombre del poney que acompañaba a Gormadoc. Era un préstamo que Paladin Tuk, su amigo y Thain de la Comarca, le había hecho para este viaje concreto. Un fiel acompañante acostumbrado a los atajos campo a traviesa en caso de necesidad.

Dédalo miró primero al anciano y después volvió su mirada a la roca que tenía a la espalda. Se trataba de una roca de una sola pieza y debía pesar más de lo que muchos hobbits y animales de tiro podían levantar a la vez. Pensó que quizá fuera posible con los caballos de la gente grande. No había visto nunca uno pero había escuchado que eran el doble de grandes que un poney adulto y cuatro veces más fuertes.

— No te preocupes muchacho —interrumpió Gormadoc—, ni te precipites. Nuestro oficio es para pacientes. Te daré varios días para que me describas una solución. Una que no implique Trolls en la Comarca, si no es mucho pedir. Ahora marchemos. El sol ha salido y alumbra nuestro sendero hacia el este.

Gormadoc guiaba a Guille por el centro del camino donde la acumulación de hojas era menor y sus pisadas producían menos ruido. Dédalo se percató de que el viejo hacía esto para

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no hacer crujir las hojas secas bajo sus pies. Cualquiera pensaría que el motivo era pasar desapercibidos pero la intención del anciano hobbit era más considerada. No molestar a la naturaleza ni al otoño. Pronto comprendió el inmenso valor y respeto que el anciano sentía por su entorno.

Durante esa mañana, el viejo Gormadoc no cesó de hablar. Más animado que nunca describía las distintas maderas de los árboles y sus usos más adecuados para la construcción y la carpintería. «Recuerda joven; Fresno, Nogal y Pino, vigas antes del Brandivino y armarios y muebles de roble si quieres un redoble». Estos versos que parecían sacados de alguna cancioncilla o poema se fijaban sin esfuerzo en la mente de Dédalo. Estaba aprendiendo más que en toda su vida y tan solo acababa de comenzar su viaje. Una razón añadida que empujó al joven hobbit a encariñarse rápidamente con aquel anciano grandote y rezongón.

Hicieron una parada para el segundo desayuno. Fruta y un poco de pan con queso para reponer fuerzas. Guille cargaba con dos odres de agua y cada hobbit contaba con su propia cantimplora. El mediodía alcanzó a los hobbits con una temperatura agradable y no parecía necesario desviarse para recoger más agua. Llegaron a la encrucijada que conduce por el sendero norte hacia el Avenal. En un día caluroso de verano, siempre era recomendable desviarse por allí una milla para rellenar los odres en el riachuelo pero en aquella ocasión la brisa apaciguaba el agotamiento y las cantimploras estaban casi llenas.

— Caminamos con el viento en contra—señaló Gormadoc mirando al cielo plomizo —. Me gustaría llegar a los Ranales antes del anochecer y reposar brevemente en el Leño Flotante. No creo que llueva, pero esta noche será muy oscura.

— ¿Dormiremos allí señor? —preguntó Dédalo —. Tengo entendido que es una buena posada.

— No, no me gusta aquella aldea de ladrillos rojos y no deberíamos demorarnos—contestó el viejo—. Guille beberá en las tinas y poco más. Los hobbits que allí viven son descomedidos y ç han perdido el buen gusto y los modales hace tiempo. Además, los oficiales que allí están no son buena gente.

El camino descendía suavemente hasta una hondonada donde se encontraba la aldea. Los hobbits llegaron a Los Ranales bien entrada la tarde y descansaron brevemente mientras Guille bebía agua de las tinas que había frente al Leño Flotante, la principal posada del lugar. Entonces, el joven aprendiz observó a que se referían las palabras del anciano. Había poco césped y el que había tenía calvas o estaba poco arreglado. Los arbustos habían crecido descuidados a los lados de varios caminos empedrados. Sin embargo lo que más impresionó a Dédalo fue el color rojo de las paredes que estaban impregnadas de hollín por algunas partes. No había Smials a la vista y las casas estaban construidas con bloques de arcilla apilados de forma desordenada. Los tejados eran de paja unida por canutos de madera. El viejo capataz le contó que las casas no eran así antes pero que en los últimos años se habían dejado aconsejar por mentes extranjeras que comerciaban en la Comarca. Ladinos mercantes obsesionados con los hornos de piedra que escupen humo negro y las ruedas con dientes. Los hobbits que allí habitaban parecían nerviosos, corriendo de aquí para allá sin saludar y sin rumbo aparente. Era extraño como aquella aldea había cambiado en los últimos años y arrastrado a aquellos hobbits a una vida tan frenética y alejada de la apacible vida del resto de la Comarca.

El sol comenzaba a ocultarse por el oeste cuando abandonaron el pueblo. Ambos tenían una sensación de desasosiego que desapareció cuando dejaron la hondonada. El viejo hobbit recuperó el ánimo y continuó describiendo a Dédalo las distintas rocas del camino.

A pocas millas de allí, se encontraba la aldea de los Surcos Blancos, no obstante, la intención de Gormadoc era dormir a la intemperie para acostumbrar a su aprendiz. A medida que anochecía, el viento soplaba con más fuerza y arrastraba las hojas caídas de los arces que vigilaban el sendero. La temperatura estaba bajando considerablemente y el anciano rebuscó entre las alforjas del poney para sacar una vieja capa gruesa de color granate y una pipa larga de madera negra. Se quitó el sombrero de fieltro y se puso la capa ceñida al cuello con un broche que tenía la forma de un árbol. Dédalo se fijó que el broche era decorativo pues lo que cerraba la capa eran dos botones negros. Se puso el capuchón por encima de la cabeza y se encendió la pipa que desprendía un humo blanco perfumado.

— Parece que la opción de la capa será más útil que la del sombrero, muchacho— afirmó el viejo hobbit mientras exhalaba anillos de humo—. No obstante, no dejes nunca que tu cabeza se haga más grande que tu sombrero.

Un viejo refrán muy común entre los hobbits más ancianos para advertir a los jóvenes, pródigos en ardides, con pretensiones. En cambio, los astutos jóvenes afirmaban: «Tenemos las piernas demasiado cortas y por tanto, tenemos que usar la cabeza».

— El Camino del Este es un sendero muy transitado pero es importante que no pierdas nunca de vista La Hoz —comentó señalando a la Estrella Polar que quedaba a su izquierda, pues así era como los hobbits de la Comarca llamaban a la Osa Mayor—. Hasta que aprendas a orientarte observando los árboles, éste será tu mejor mapa.

Ambos hobbits se quedaron mirando el titilante fulgor de la Hoz que señalaba el norte. El cielo estaba nublado y el viento soplaba cada vez con más fuerza hasta arrastrar una de las nubes que ocultó aquella luz nocturna. Ahora, únicamente la luz de la luna brillaba prisionera tras las nubes en aquel cielo cerrado. En ese instante, Guille relinchó y piafó nervioso levantando los sacos de arpillera y casi sacándolos de los ganchos del arnés. Gormadoc, sujetó con firmeza las correas del Poney y lo tranquilizó con suaves palabras. El animal seguía nervioso intentando zafarse de su dueño que lo agarraba impávido. El viento volvía a soplar del oeste de forma similar a la noche anterior y con él, llegó el sonido de unos cascos.

Gormadoc y Dédalo divisaron una silueta más negra que la penumbra que les envolvía. Un jinete se aproximaba a ellos al paso, acompañado de una espesa niebla. El caballo era mucho más grande de lo que Dédalo pudiera haber imaginado jamás y sobre el debía montar un gigante. La montura poseía un fulgor en sus ojos que resplandecían rojos como el fuego de una hoguera, sin embargo, lo realmente escalofriante era su jinete. Ataviado con un manto negro se ocultaba el rostro con una capucha colmada en su interior por una oscuridad que parecía estar hueca semejante a un pozo sin fondo al que ninguna luz podía alcanzar.

Ambos se quedaron paralizados mientras observaban a la siniestra forma abisal acercarse hasta ponerse a su lado. El caballo, enjaezado con una testera y capizana de hierro negro

dejaba unas huellas en la tierra que quemaban la arena y ahogaban el aire. De la lúgubre figura emergía un sonido de rastreo que procedía de su interior.

Gormadoc se adelantó a Dédalo y le obligó a ponerse a su espalda, protegiéndolo. Levantó el manto que Guille tenía cubriendo su lomo y dejo ver una maza de madera ornamentada justo en el momento en el que la capucha hueca habló:

— Bolsón —susurró con voz de ultratumba—. La Comarca.

— Ya no hay Bolsones en la Comarca. Todos murieron hace tiempo —mintió Gormadoc mientras descolgaba lentamente del poney la maza de madera. — Y los extranjeros no son bienvenidos en esta tierra.

En ese momento el Jinete se levantó sobre las bridas y se alzó como una torre negra mirando a los hobbits a través de la lúgubre invisibilidad de su rostro. Hacía un frío antinatural que paralizó a Dédalo. Tenía la boca seca, le sudaban las manos y ponía su empeño en no temblar demasiado. La figura se inclinó a un lado sobre la montura y acercó su negra forma al anciano hobbit. Definitivamente no parecía haber nada bajo ese manto negro, tan solo la negrura de un profundo abismo. La cabeza de la figura era dos veces la del anciano que se mantenía erguido y firme sobre sus lanudos pies. Ahora, sostenía en su mano derecha la maza de madera que apretaba con fuerza revelando unos antebrazos casi tan anchos como sus hombros. En la otra mantenía la pipa que se había apagado. Conservaba una mirada fiera y amenazante ante la figura extranjera. Cuando las fuerzas estaban a punto de abandonar al viejo hobbit, la figura oscura se incorporó de nuevo y miró hacia el oeste. En ese momento, el Jinete Negro tiró de las correas de su montura que se alzo sobre las dos patas delanteras. El caballo encabritado y su jinete se quedaron recortados contra el exiguo brillo de las nubes. Las dos patas del caballo cayeron como truenos sobre el suelo haciendo que los hobbits se derrumbaran como pequeños guijarros en una montaña. El Jinete comenzó a galopar y se alejó por el oeste hasta desaparecer en la penumbra. La niebla desapareció con él.

Dédalo ayudó al anciano Gormadoc a levantarse del suelo, quien se había agarrado a duras penas al manto del poney. El viejo estiró su chaleco que había quedado arrugado. Limpió el polvo que había cogido y se agachó a por la pipa que había resbalado de su mano perdiendo todo su contenido. Reflexionó sobre el apellido Bolsón. Tuvo que contar varias veces con los dedos para calcular que Bilbo llevaba 17 años desaparecido así que tenían que estar buscando a su sobrino.

— En menudo lío debe andar metido el viejo Frodo Bolsón. La gente grande no es de fiar —aseveró Gormadoc—. Será mejor que abandonemos el camino principal y busquemos un sitio para acampar.

Los hobbits se desviaron del camino y caminaron hacia el sur hasta una arboleda donde refugiarse. Las nubes empezaron a disiparse y las estrellas volvieron a brillar bajo la cúpula celeste. De alguna forma, Dédalo sintió que las nubes y ese gélido viento acompañaban a aquella figura espeluznante. Sería complicado conciliar el sueño en su primera noche a la intemperie. Gormadoc encendió un pequeño fuego con un yesquero que llevaba y unas pocas hojas secas. Quiso tranquilizar a Dédalo restándole importancia al encuentro con el Jinete

vestido de negro, no obstante, a pesar de estar aún en la Comarca decidió que sería más sencillo conciliar el sueño empuñando su maza de madera.

Aún faltaban algunas horas para que el sol se dejara ver y el viejo Gormadoc dormía con un ojo abierto, por si las moscas. El fuego se había apagado y tras los árboles, algunas criaturas nocturnas vigilaban a los hobbits. Un zorro que viajaba pensando en sus propios asuntos se paró al ver aquellas pequeñas figuras para husmear. «Hobbits» pensó. «Ayer tres hobbits en el Bosque Cerrado y hoy dos durmiendo a la intemperie. ¿Podría ser más extraño? Sin duda, algo está cambiando en la Comarca».


Capítulo 3.

Aquella mañana clareó tardía con un cielo aún nublado. Dédalo despertó tras una noche inquieta y con dolor de espalda por el duro suelo. Añoraba por primera vez la comodidad de su colchón de plumas y su blanca almohada. Cuando abrió los ojos, observó que Gormadoc ya estaba preparando a Guille para reanudar el viaje. Había vertido parte de los odres en un cubo de madera pequeño que servía para poder asearse en el campo. Dédalo se lavó la cara y los ojos con esa agua fresca que le permitió quitarse el sudor seco de dormir a la intemperie. Sin prisa, desayunaron mientras el horizonte empujaba a aquel sol perezoso.

— ¿Qué cree que quería el Jinete de anoche del señor Frodo? — preguntó Dédalo al viejo Gormadoc mientras untaba un poco de mermelada, traída en un pequeño recipiente de vidrio, sobre una rebanada de hogaza.

— ¿Quién sabe, muchacho? — respondió pensativo. —Pero si tuviera que apostar mi desayuno, diría que ese Jinete no tenía intenciones honestas. Debe tratarse de uno de los fronteros de los que nos advirtió Paladin. Sin embargo, ese «Jinete Negro» debe venir de mucho más lejos que nuestras fronteras. Hay algo malvado en todo esto y el Señor Frodo lo debía saber.

— ¿Saber el qué?— se interesó el joven mientras masticaba el pan con la satisfacción de comprobar que aún seguía tierno.

— ¡Muchacho, acaso tienes tierra en los ojos!— reprendió Gormadoc. —Paladin nos contó que su hijo, Peregrin Tuk, marchaba con el señor Bolsón por el Camino del Este, nuestra ruta. Pese a ello, no hay huellas en el camino delante de nosotros.

— ¡Cielos! Han debido tomar otro sendero— interrumpió Dédalo perspicazmente.

— Así es, seguramente para evitar a estos foráneos de malas pintas. En su lugar, yo habría hecho lo mismo. Había algo en ese Jinete que helaba la sangre, no era natural. Así que termina de desayunar, debemos partir y llegar al Puente de Arcos de Piedras antes del atardecer.

Retomaron el Camino del Este que quedaba iluminado tenuemente por unos débiles rayos de sol. A pesar de ello, el paisaje seguía teniendo encanto. Los colores de los árboles mostraban verdes intensos con oscuros matices sombreados y el suelo seguía recubierto de hojas otoñales perladas de rocío. Quedaban pocas millas hasta llegar a los Surcos Blancos, la principal aldea de la Cuaderna del Este. La intención de Gormadoc era pasar por delante sin detenerse para llegar cuanto antes a los vastos campos del puente. Unas praderas que permiten ver una estampa que enorgullecía al viejo hobbit. «Aquella es una de las mejores vistas que tenemos en la Comarca» dijo. «Según sales de los Surcos Blancos, el camino desciende unas pocas millas atravesando unas praderas de pastos que llegan hasta donde alcanza la vista».

La llegada a la aldea transcurrió sin contratiempos puesto que no vieron a nadie, ni tampoco se pararon a buscar. Estaba extrañamente vacía y las contraventanas de las casas permanecían cerradas. Tan solo unas gallinas correteaban inquietas de un lado a otro. Al salir de los Surcos Blancos, Gormadoc obligó a Dédalo a desviarse unos 300 pies del camino en dirección norte, acercándose al riachuelo que fluía por el valle y alimentaba las tierras aradas de aquel poblado. Tras cruzar unos arbustos por un camino sin senda, llegaron a un claro que tenía una pequeña roca que emergía de la tierra como una butaca.

— Este es un viejo lugar, más incluso que yo, al que me gustaba venir de joven —explicó Gormadoc— A pesar de estar nublado, sigue siendo un regalo para el corazón. Siéntate en la piedra y compruébalo tú mismo, muchacho.

Dédalo se acercó timorato a aquel sitial de roca tan respetado por su capataz. Deslizó los dedos por la fría superficie para notar que era sueva y lisa. De pronto alzó la mirada y el sol le sorprendió brillando a su espalda e iluminando el horizonte. Un arroyo de aguas turquesas descendía por el norte hacia un río brioso mucho más grande. El Brandivino, de aguas terrosas —en élfico Baraduin «Río Pardo»— discurría hacia el sur con fuerza enmarcando unas praderas verdes que tenían árboles solitarios aquí y allá. En la distancia, un recio puente de piedra atravesaba aquella gruesa línea turbulenta. Las llanuras verdes tenían colinas coronadas por añejos árboles que proyectaban largas sombras. Dos cervatillos descansaban, serenos, no lejos del sitial, bajo una de aquellas sombras en comunión con su entorno. Desde aquel asiento prodigioso, se veían bandadas de estorninos bailar con el viento en perfecta danza sobre los verdes cerros. El Camino del Este discurría desnudo sin las acostumbradas hojas otoñales que lo cubrían ni el amparo de los linderos árboles guardianes. Más allá del puente, en dirección sureste, se erguía un muro de enmarañados árboles semejantes a los de las colinas. Se trataba del Bosque Viejo, una región abundante de abetos marchitos, robles, pinos, malezas altas, ortigas, cardos y sauces.

— Es hora de partir muchacho. Atesora este momento con el valor que merece— aconsejó Gormado sonriente, mientras acariciaba el hombro del joven.

Caminaron hasta el atardecer fortalecidos por aquel sortilegio natural. En el momento que el sol comenzaba a ocultarse tras la arboleda del oeste llegaron al Puente de Arcos de Piedra. Se trataba de un ancho puente de piedra gris sostenido por enormes arcos circulares y reforzados por contrafuertes que cruzaba el Brandivino. El camino, bien cuidado, estaba empedrado y tenía a los bordes vierteaguas de granito. Las herraduras de Guille repiqueteaban fuertemente contra el suelo de piedra. Dédalo se asomó para observar la fuerza del poderoso Brandivino que descendía sin tregua golpeando los arcos. El río pardo, por sus aguas repletas de tierra, discurría a través de las laderas escarpadas. Hacia el sur, el Brandivino perdía pendiente y su corriente se ralentizaba permitiendo la navegación a la altura de Gamoburgo.


Al final del camino empedrado un hobbit esperaba junto a una carretilla tirada por dos bueyes pequeños. Gormadoc saludó desde lejos gritando por encima del ensordecedor ruido que causaban las aguas en su descenso. Dédalo aceleró el paso para alcanzar a su acompañante en el instante que reconocía a la figura que llevaba el carro. Se trataba de Saradoc Brandigamo, Señor de los Gamos y más conocido entre sus amigos como Saradoc “Esparce oro”, apodo ganado a pulso por su generosidad. Vestía un chaleco azul con ribetes dorados y unos pantalones grises a cuadros. Tenía el pelo negro y rizado que le caía por las orejas que sobresalían afanosas y unas cejas espesas que empezaban a clarear en sus raíces.

— Viejo Bribón Madriguera— saludó cariñosamente Saradoc abriendo sus brazos.

— Terco Brandigamo — contestó Gormadoc — ¿Qué te ha pasado? ¡Envejeces dos días por cada uno que pasa!

— Lo mismo se podría decir de nuestro peso — dijo riéndose mientras acariciaba su barriga con una mano y la del viejo Gormadoc, con la otra — ¿Y quién es este infante al que has engañado para seguirte?

— Es Dédalo Tallabuena, el hijo de Bingo Tallabuena. Lo he tomado como mi aprendiz — apuntó mientras empujaba al joven delante de él.

— ¡Vaya! Después de tantos años por fin nos has hecho caso viejo cascarrabias. ¡Bien! Hay mucho que contar y no me gustaría quedarme aquí mucho tiempo. El cielo oscurece y es mejor llegar a Casa Brandi antes del crepúsculo.

Descendieron por una senda de arena bordeada con grandes adoquines blanqueados a la cal. Saradoc montaba en su carreta junto con su viejo amigo mientras Dédalo conducía a Guille que jugueteaba con curiosidad con uno de los bueyes. Desde arriba, los hobbits reían a carcajadas contando viejas anécdotas de forma histriónica y con frecuencia hacían participe a Dédalo que escuchaba atentamente. Gormadoc aprovechó para ilustrar a Dédalo sobre la historia de los Gamos, el último gran poblado de la Comarca en las fronteras de la Cuaderna del Este. Habida cuenta de su situación, más allá del Brandivino, hay quien considera aún que los Gamos no pertenecen a la Comarca, motivo que causa indiferencia a la familia Brandigamo. Saradoc interrumpía a su amigo durante la expliacación para corregir algunos datos algo inexactos. Hacía ya muchos años, Gorhendad Gamoviejo había viajado desde el este en busca de una tierra donde asentarse más allá del límite oriental, entre el río Brandivino y el Bosque Viejo. Él mismo, construyó y excavó varios smials en lo que ahora es la villa principal, Gamoburgo y entre ellos Casa Brandi con una técnica que Gormadoc Madriguera insistía en poner en duda, o cuanto menos, criticar. Con el tiempo, Gorhendad cambió su apellido por Brandigamo y a pesar de mantener las costumbres de la Comarca, el resto de cuadernas lo seguía considerando gente extranjera, de esa dada a tener aventuras, en un sentido peyorativo.

Al anochecer los tres hobbits llegaron a las laderas de Casa Brandi. Unos pebeteros de metal recorrían el camino a ambos lados, iluminándolo. Al girar por un recodo tras un pequeño cerro, Dédalo vio la gran ladera de Casa Brandi. Más de cien ventanas redondas encendían aquella colina como si fueran estrellas en el cielo. Había puertas laterales y tres grandes portones principales de madera. Saradoc Brandigamo dejo la carreta a uno de sus familiares y condujo a Dédalo y Gormadoc hasta uno de los grandes portones de Casa Brandi. Dos columnas de piedra sostenían un pequeño porche que daba a una gran puerta redonda de color amarillo y que estaba decorada con unos filamentos con la forma de los nervios de una hoja estival.

— Vayamos dentro. El frío arrecia y mi esposa Esmeralda nos ha preparado una sopa de ajo caliente —dijo Saradoc invitando a entrar a sus acompañantes.

Dédalo dejó a Guille amarrado a un poste de madera que había a la entrada del Smial. Estaba junto a un montón de heno y una cubeta con agua fresca. Era un lugar provisional hasta que alguien lo llevara a los establos. Mientras tanto, los dos hobbits más ancianos fueron entrando al recibidor. En el momento que abrieron la gran puerta amarilla, escapó un maravilloso olor a comida recién hecha. Dédalo les alcanzó mientras colgaban sus capas sobre unos ganchos. Dejó su mochila apoyada en el suelo al lado del bastón de viaje de Gormadoc.

Pasaron a un comedor con una inmensa mesa cuadrada atestada de comida y bebida. Una enorme olla reposaba humeante sobre una tabla de madera, acompañada de una fuente de setas con zanahorias hervidas, nabos y cebollas. El olor de aquella cena revitalizó a los hobbits que estaban deseando sentarse a la mesa. En ese instante, Esmeralda Tuk salió de la cocina con una tarta de zarzamoras que sin duda, sería un delicioso postre.

La mujer se sentó en la mesa y fue Saradoc quien sirvió los platos. Era costumbre en aquel hogar que además de servir, los varones recogieran y limpiaran los platos después de las comidas.

— Amigo Brandigamo —dijo Gormadoc recobrando un tono mucho más serio—, durante el viaje hasta aquí nos topamos con un Jinete encapuchado de negro. Una figura siniestra, de la gente grande, que nos preguntó por Bolsón. ¿Sabes algo de esto?

— Sí. Llegaron varios de ellos hace unos días haciendo preguntas sobre la familia Bolsón —dijo mientras se sentaba a cenar después de haber terminado de servir la sopa—. Marchan atemorizando a la gente y causan preocupaciones. ¿Vosotros estáis bien?

— Por supuesto. Hace falta mucho más que uno de la gente grande para asustarme —dijo envalentonado Gormadoc—, es decir, nos pilló por sorpresa pero planté mis pies con denudo y no consiguió nada de nosotros.

— Bien —contestó Saradoc—. El viejo Frodo Bolsón se ha marchado de Bolsón Cerrado para mudarse a Cricava estos días. Mi hijo, Meriadoc, junto con Fredegar de los Bolger han estado ayudando con la mudanza. Ellos vinieron por el Camino del Este, como vosotros, pero tengo entendido que el Señor Frodo ha tomado las rutas que conducen por el Bosque Cerrado, los campos de Hongos de Marjala y la villa del viejo Maggot.

— Es una suerte…—dijo Dédalo forzándose a intervenir en la conversación—, que haya tomado un camino distinto. Sea lo que fuere que quieran esos Jinetes Negros, es mejor que el señor Frodo Bolsón no lo averigüe. Estoy seguro.

— ¡Y yo joven Dédalo! —afirmó Saradoc—. Las cosas están cambiando en la Comarca. En los últimos meses hemos visto como la gente grande viene y se entromete en nuestros asuntos. Extranjeros codiciosos que prometen y tan solo buscan cambiar lo que ya está bien. Es muy importante por eso, estimado Tallabuena, que cuidemos nuestras tradiciones y no nos dejemos engañar por melifluas voces.

— Querido —interrumpió Esmeralda—, en cualquier caso nuestro Merry partió esta tarde hacia la balsadera de Gamoburgo para recoger al Señor Bolsón y ayudarle a instalarse en su nuevo hogar. Llegarán esta noche. Aquí en los Gamos estará seguro el tiempo que crea necesario.

— ¡Una gran noticia entonces! —dijo Saradoc— Brindemos y hablemos sobre lo que nos ocupa realmente. Como sabes, hace tiempo que llevo buscando ampliar los Gamos a la región que hay al Nordeste del Bosque Viejo. La tierra allí es buena y no queda lejos del Brandivino. Desde hace tiempo necesito que te conviertas en mi Gorhendad Gamoviejo y explores las colinas que hay allí. Comprobar si es posible construir un Smial tan espléndido como Casa Brandi para las futuras generaciones.

Saradoc cogió un rollo de pergamino anudado con una cinta de tela y lo desenrolló levantando un montón de polvo, revelando un mapa de las tierras que rodeaban los Gamos. Señaló una zona que había al norte del Camino del Este situada antes de llegar a Bree y al Bosque de Chet, justo encima de unas montañas que tenían escrito un mensaje: «Quebradas, no pasar». Esmeralda se encendió una larga pipa de fumar y ofreció su hierba de Valle Largo a todos los comensales que aceptaron sin dudar. Jugueteaban haciendo anillos de humo mientras escudriñaban aquel viejo mapa. Gormadoc decidió preguntar sobre aquel enigmático mensaje.

— Desconozco personalmente aquella zona pero se cuenta que hay un antiguo cementerio. Posee mausoleos de la gente grande y túmulos enterrados en hendiduras dentro de las colinas. Ruinas de antiguas guerras. Con frecuencia, los Brandigamo paseamos por el Bosque Viejo, siempre de día, pero nunca llegamos más allá salvo cuando vamos a Bree, que lo hacemos por el camino. En cualquier caso, no será necesario que os acerquéis a esas quebradas.

— Bien…— quedó pensando Gormadoc Madriguera. A su mente volvió la imagen de aquella hoguera vista días atrás con rizos de fuego–, aceptaré el encargo. Es una gran oportunidad para enseñar el oficio a este joven muchacho desde cero y poder enseñar esas valiosas costumbres que con tan buen tino apreciamos.

— Te veo bien viejo amigo, tanto como hacía muchos años atrás —contestó Saradoc—. Sea como fuere joven Dédalo, has reanimado el espíritu de este gran y sabio hobbit. Descansad estos días en los Gamos hasta que comprobemos que la región es segura y no hay merodeadores indeseados. De esa forma, podrás enseñarle Casa Brandi e incluso visitar Cricava y al viejo Frodo.

Los hobbits asintieron agradecidos por la hospitalidad y brindaron con cerveza mientras seguían fumando, haciendo figuras de humo con la pipa. Esmeralda era la que hacía los anillos más grandes y que llegaban más lejos. Después de reposar, Saradoc y su amigo Gormadoc empezaron recoger la mesa y a fregar los platos y cubiertos mientras Esmeralda mostraba a Dédalo el sendero que conduce a los establos para dejar a Guille.

Dédalo llevó al poney siguiendo las indicaciones que le habían marcado. Allí esperaba el mismo hobbit que se había hecho cargo del carro del señor Brandigamo. Recogió a Guille y reconfortó a Dédalo que sentía preocupado al separarse de su compañero de viaje.

A la vuelta hacia Casa Brandi caminaba pensando en aquel mapa. Había escuchado historias siniestras sobre el Bosque Viejo y se alegraba de no tener que acercarse. Lo mismo pensaba de la advertencia sobre las quebradas. De pronto, una polvareda se levantó cegándolo brevemente. El viento se había alzado con fuerza arrastrando un desgarrador sonido. Un chillido afilado procedente del sur que perforó sus oídos. Con los ojos cerrados con fuerza y los oídos tapados con las palmas de las manos se arrodilló. Cuando el viento cesó, Dédalo se frotó los ojos y con el corazón acelerado, corrió hacia el smial. Cuando llegó, todo estaba en calma. Los Brandigamo le habían preparado la habitación de invitados. Pensó en contar lo que había escuchado pero al ver la tranquilidad que allí reinaba, dudó. Al conducirle a su cuarto y ver la cómoda cama con sábanas blancas las dudas desaparecieron y fueron sustituidas por la promesa de un sueño reparador.

Capitulo 4.

Los hobbits habían viajado tan solo durante dos días pero ya era tiempo suficiente para añorar la comodidad de un cálido hospedaje. Dédalo salió de la cama, tras haber descansado profundamente y posó sus pies descalzos en el suelo. Disfrutó de la tibiez de las baldosas calentadas por los suaves rayos de sol filtrados entre las cortinas. Se desperezó y salió al comedor donde se escuchaba el tintineo de los cubiertos al ponerse la mesa.

— A punto estaba de despertarte con un cubo de agua fría —dijo Gormadoc—. Por poco te quedas sin desayuno.

— Lo lamento señor, estaba agotado del viaje —arguyó Dédalo.

En la mesa estaban sentados Gormadoc, Esmeralda y el joven hobbit que había ayudado con los poneys el día anterior. Su nombre era Berilac Brandigamo y había resultado ser el primo por parte de padre de Meriadoc, y por tanto sobrino de su anfitrión, Saradoc Brandigamo. Tras la adecuada presentación, el generoso anfitrión del hogar apareció por la puerta del comedor con platos repletos de huevos, salchichas y tomate hecho a la plancha. Mientras desayunaban, Berilac contó a los invitados que la noche anterior había transcurrido de forma agitada.

— Había sombras en el horizonte que se movían sobre cabalgaduras inmensas —relató Berilac—, y gritaban de una forma espeluznante. Creo que venían por el camino de Cepeda buscando un vado para cruzar el Brandivino. Como sabéis, no hay ningún paso donde las aguas del río sean poco profundas y diría que tuvieron que tomar el puente. Por supuesto no se acercaron a Casa Brandi pero vigilaban el Camino del Este y la cerca que limita Los Gamos.

— Puede tratarse de los Jinetes que hacían preguntas sobre Frodo Bolsón. —señaló Dédalo —, ayer me pareció escuchar uno de esos gritos estridentes y me heló la sangre. Era como el chillido de un ave rapaz descendiendo para cazar.

— Si de verdad buscaban al señor Bolsón, no lo encontrarán —contestó Berilac— .Esta misma mañana me encontré a Fredegar Bolger, y me dijo que tanto Frodo como su jardinero, salieron esta mañana antes del alba de Cricava y atravesaron el cercado de los Gamos hasta adentrarse en el Bosque Viejo. Marchaban provistos para un largo viaje. Iban acompañados de un Tuk, no recuerdo su nombre, y el señor Merry Brandigamo.


— Merry “cabeza hueca” Brandigamo querrás decir —reprochó su madre, Esmeralda—, ¡ese jovencito se acaba de meter en un aprieto de los gordos! ¡Verás cuando vuelva! Sin dejar ni siquiera un mensaje o una nota.

— Vaya… son nuevas inquietantes —dijo Saradoc—. Los Brandigamo nos adentramos de vez en cuando en el Bosque Viejo, tan solo de día, y tenemos buena relación con todas las criaturas que allí viven pero desaconsejaría hacer excursiones sin necesidad por aquellas sendas. Temo que el señor Bolsón haya querido saltar de la sartén para meterse en las brasas. En fin, por suerte nuestro Merry le guiará bien.

— Estoy seguro de ello —añadió Gormadoc—, además conozco al Tuk al que te refieres. Se trata de Peregrin, hijo de mi buen amigo Paladin y aunque es dado a meterse en líos inesperados, es un jovencito muy perspicaz. Un grupo peculiar, sin duda.

Gormadoc y Dédalo se ofrecieron para recoger y fregar los platos durante todos los días que allí estuviesen. El Capataz insistía en que siempre se debe ser el doble de generosos que tu anfitrión cuando te ofrecen comida, cama y buena hierba para fumar en pipa.

Ambos hobbits pasaron tres días recorriendo Los Gamos de arriba abajo. Visitaron el Smial de Casa Brandi, ahora vacío, para ver la vieja parcela y las formas de construcción de los grandes agujeros hobbit. Recorrieron la Cerca Alta desde el norte hasta el sur, donde desemboca el río Tornasauce, saliendo de la floresta. Se trataba de una antigua empalizada de madera que se había descuidado con los años, pese a ello, los aldeanos de Fin de la Cerca —la aldea más al sur de los Gamos— seguían cerrando las puertas de noche. Hacia el sur, estudiaron la importancia de la balsadera a esa altura y como había facilitado el comercio entre Junquera y Los Gamos.

Durante esos tres días no se volvió a tener novedades sobre ningún Jinete Negro. Se escuchaban historias aquí y allá, a cada cual más sorprendente, pero la que más gracia le hacía al viejo Gormadoc Madriguera era aquella que contaba que el Granjero Maggot había echado de sus tierras a varios de esos Jinetes con un rastrillo y sus perros.

Al alba del tercer día decidieron emprender la marcha y dirigirse al noroeste del Bosque Viejo con el fin de encontrar un buen emplazamiento para la construcción de un gran smial. El día anterior habían adquirido en Gamoburgo todo aquello que fuera indispensable para un viaje de tres o cuatro días, además de las herramientas necesarias.

Guille, fortalecido por los buenos cuidados de Berilac en los establos de los Brandigamo, tenía un aspecto vigoroso. Aún así, Dédalo y Gormadoc se repartieron el peso de la comida y el agua en sus mochilas para no fatigar al poney que cargaría con las herramientas. A un lado de su grupa un pico grande para la roca y uno más pequeño para los minerales. Al otro lado, una pala y una bolsa llena de estacas de madera y varios pies de cuerda de yute. Llevaba también los odres de agua pues desconocían si había arroyos cercanos y los sacos de arpillera llenos de bártulos. En general, marchaban los tres cargados pero cómodos.

Gormadoc llevaba ahora su maza de madera sujeta en el lado izquierdo al cinturón y portaba su recio bastón. Vestía con unos pantalones de pana y una camisa con chaleco de color verde. Se había quitado su habitual pañuelo dejando asomar una espesa mata de pelo blanco donde empezaba su cuello. Dédalo, llevaba un bastón que le había dejado Saradoc Brandigamo y vestía con su ropa más cómoda. Al contrario que su capataz, había decidido guardar una bufanda cerca para las frías noches.

En la mañana del 28 de septiembre —del año 1418 según el cómputo de la Comarca— salieron en dirección Bree por el Camino del Este. En esa región, el lado sur está protegido por el Bosque Viejo. Dédalo no había visto nunca un bosque con unos árboles semejantes, como si allí aún estuvieran los padres de los padres de los árboles. La floresta se cerraba con un tupido muro que tornaba el aire viciado. Por suerte, sus pasos tenían que alejarse de esa temible visión boscosa y solo pudo pensar en la clase de locuras que habrían llevado a Frodo Bolsón o cualquier hobbit a adentrarse allí. Tan solo avanzaron cinco millas cuando Gormadoc decidió desviarse por los campos hacia el norte. Antes de eso el paisaje era abrupto, lleno de matorrales en su mayoría, donde acacias espinosas y plantas venenosas impedían tomar esa dirección. «No te matarán muchacho, pero te darán una urticaria bastante molesta». Dijo Gormadoc. «Mejor evitarlas. Además, los atajos cortos traen retrasos largos».

Recorrieron unas pocas millas, sobremonte y sotomonte, por lívidos cenagales y pedregosas rutas hasta alcanzar unos pastos de frondosa hierba verde. Lo primero de lo que se percató Gormadoc fue que la tierra tenía posibilidades en aquella región pero habría que abrir un camino hacia el oeste para llegar al Brandivino y otra senda hacia el sur para facilitar el paso de carretas para las posibles mudanzas.

Cerca de la hora del té, llegaron a una colina más elevada y con un verde más brillante que el resto. Su ladera estaba levemente inclinada y ofrecía una visión de todas las tierras circundantes. Hacia el norte unas montañas gobernaban el horizonte, igual que hacia el este. En el mapa que Gormadoc había traído no aparecían nombradas así que supuso que carecían de importancia. El día estaba nublado pero en un día sin nubes podría verse desde aquella cima el Brandivino, como una fina línea parda, si uno miraba al oeste.

Gormadoc arrancó un poco de hierba de la ladera para palparla. Las briznas estaban salpicadas por el rocío y poseían un color saludable e intenso. La tierra que había debajo era de un marrón oscuro y de grano fino, apelmazada por la humedad. Rodeó la colina comprobando los arbustos que crecían.

— Habrá que desbrozar los matojos pero sus raíces son poco profundas y no supondrá un problema serio —susurró Gormadoc, como pensando en alto—. Este sitio me gusta. Podría ser un gran smial.

Dejaron a Guille en un descansillo que había a mitad de ladera atado a una estaca clavada en la tierra. Recogieron los picos y la pala y ascendieron con cuidado hasta la cima. Guille no les quitaba ojo, relinchando continuamente, pensando en que no quería ser abandonado.

La intención del viejo capataz era la de hacer un pozo de poca profundidad, para ver la consistencia del terreno. En ocasiones, anduvo en sitios con la misma belleza que luego fueron colinas con un impenetrable corazón de roca o un acuífero imposible de drenar. En la parte más alta de la colina había un llano de unos veinte pies de largo con un forraje más duro que en la pendiente. Gormadoc dibujó un cuadrado con las estacas y la cuerda y ofreció a Dédalo la pala y el pico grande para comenzar a excavar. Mientras tanto, el capataz empuñaba el pico pequeño examinando las rocas que iba encontrando.

La tarde seguía nublada y el sol no tardaría en ponerse del todo. Dédalo estaba enterrado hasta las rodillas pero aún había suficiente luz para seguir cavando. Se ayudaba con el pico para arrancar las raíces y romper las partes más secas de tierra. Tras un buen rato, algo extraño sucedió. Dédalo picó con fuerza cuando se abrió un hueco justo bajo sus pies. Escuchó en silencio como la tierra escapaba hacia el interior de la colina. Gormadoc, que también había escuchado el inusual picotazo, se asomó a gatas hasta el borde del pozo que su aprendiz estaba excavando y con una voz serena pero tensa dijo.

— No te muevas, muchacho. Te voy a tirar cuerda y quiero que la ates bien fuerte a tu cintura. Estás encima de… nada, probablemente sea la madriguera de un animal salvaje o un hueco en la colina. Mal asunto. Quédate muy quieto.

Gormadoc sacó una cuerda más gruesa que llevaba en su petate y se la anudó a la cintura. Después se la lanzó a Dédalo que permanecía quieto como una estatua luchando por no mirar hacia el suelo. Las dudas y la tentación le vencieron y cuando bajó la mirada solo veía un círculo negro que se hacía más grande a cada segundo. En el instante en que Gormadoc lanzó la cuerda y Dédalo hizo el gesto para cogerla, el peso de su cuerpo cambió de lado y el suelo se hundió bajo sus pies, haciendo que el hobbit cayera. Dédalo se sujetaba con los brazos al borde del pozo y tan solo le quedaba la cabeza por encima de la tierra. La cuerda se había escapado de su mano y ahora estaba fuera de su alcance. Gormadoc la recogió de nuevo y se la volvió a lanzar pero Dédalo, que clavaba sus dedos en la tierra, tenía pánico de soltarse y caer por el hueco. Notaba que sus piernas colgaban y al intentar sujetarse con sus pies descalzos, la tierra se desmoronaba más rápido. Gormadoc se inclinó sobre el pozo y extendió su mano todo lo que pudo para intentar alcanzar el chaleco del joven hobbit. Si podía tirar de él, quizá podría ayudarle a escalar. Escuchaba sus viejas articulaciones sonar cuando consiguió alcanzar la pechera del muchacho. De pronto, la tierra donde estaba sujeto Dédalo terminó de desmoronarse y el hobbit cayó arrastrando a su capataz por el oscuro pozo que penetraba hacia el corazón de la colina.

Cayeron por un túnel que se estrechaba rápidamente. Solo había oscuridad y el sabor de la tierra que se metía en la boca. Tras unos eternos segundos, Dédalo primero y Gormadoc después llegaron al fondo del pozo arrastrando tierra y rocas y hundiendo la colina hueca mientras derribaban el túnel tras ellos. El golpe fue terrible.

Dédalo despertó pasadas unas horas. Tenía medio cuerpo enterrado en la tierra y magulladuras por todos lados. Como pudo, se arrastró fuera y se restregó los ojos para limpiarse e intentar ver algo. Tenía las manos negras y fue casi peor, por suerte recordó que tenía un pañuelo limpio dentro de un bolsillo que le sirvió de ayuda. Ahora observaba luces y sombras. Al levantarse comprobó que no se había roto nada pero que tenía heridas en los pies y las piernas de intentar frenar la caída. Le dolía también el cuello como si un gran peso se le hubiera caído encima y de pronto se acordó de su capataz. Tenía que estar enterrado cerca de allí. Alterado y asustado, Dédalo terminó de limpiarse la cara. Había ido a parar a un túnel subterráneo y a pocos pies de allí había una antorcha encendida que iluminaba el profundo corredor. La antorcha de madera estaba sobre un aplique de forja a poca altura. Corrió a recogerla cuando vio a un gigante, inconsciente y maniatado, sentado bajo la luz. Lo ignoró y volvió devastado, hacia la ladera de la desplomada gruta para buscar a su capataz. Justo antes de que llegara, Gormadoc se arrastró fuera de la tierra, mientras se limpiaba el chaleco ennegrecido con las manos y abría los ojos, que parecían dos faroles en la oscuridad .Todo ello como si tan solo hubiera tenido un traspié.

Dédalo corrió y tirando la antorcha al suelo se abalanzó sobre el viejo para abrazarle entre lágrimas.

— Muchacho, me alegra ver que estás bien —dijo con tranquilidad Gormadoc —, está claro que hace falta mucho más para acabar con dos constructores como nosotros. ¡Menudo topetazo! Vamos a ver… ¿dónde estamos?

Mientras el joven hobbit seguía aún conmocionado, el viejo recogió la antorcha del suelo y la alzó para ver en la oscuridad. Se acercó al aplique de forja y observo a la figura maniatada. No se trataba de un gigante como había pensado Dédalo al verlo fugazmente sino que era un hombre.

— Es de la gente grande ¡Y tan grande! — exclamó Gormadoc observando al rehén que parecía alcanzar más de siete pies de envergadura—, pero está inconsciente. Está atado de pies y manos y no veo donde puede estar su captor.

En el momento que susurraba esas palabras giró la antorcha hacia la ladera desplomada y de la que habían salido arrastrándose los hobbits. Bajo toda ella, emergía una pequeña mano negra con una cimitarra de hierro oxidado. El captor del hombre estaba justo debajo del túnel en el momento en que cedió por completo. Gormadoc se acercó para investigar y comprobó que se trataba de un trasgo de las montañas que yacía ahora muerto, aplastado y asfixiado por el peso de la colina. Se agachó para tomar el pulso a la criatura a pesar de que era complicado seguir con vida bajo esas circunstancias. En ese momento, unas voces ásperas y chirriantes surgieron del lúgubre corredor. Gormadoc sacó su maza que llevaba colgada al cinturón y recuperó el pequeño martillo de minerales con el que había caído.

— ¡Trasgos! —exclamó—, es mejor que nos marchemos. Tenemos dos opciones, muchacho. Tomar la dirección de las voces que, diría, están orientadas hacia el norte y supondrán pelea, o tomar la ruta opuesta hacia el sur por este corredor envuelto en frías tinieblas.

— ¡El sur! —contestó Dédalo tajantemente

— Buena elección —zanjó Gormadoc.

Así es como partieron ambos hobbits perdidos en aquella red de sombríos túneles infestados de criaturas deleznables. Antes de marcharse, Gormadoc recogió la cimitarra del trasgo y cortó las ataduras del prisionero. No podían llevárselo pero pensó que quizá así el humano tuviera alguna oportunidad o al menos, serviría de distracción. Dédalo avanzaba ahora por delante con la antorcha extendida y tras él, su capataz que portaba en una mano el martillo y en la otra la maza, aquella que construyó para el anciano Bilbo Bolsón hacía ya mucho tiempo.

Capítulo 5.

No había esquinas, cruces o giros en aquella terrible oscuridad. El corredor discurría recto de forma interminable y sus tinieblas pronto abrumaron a los acorralados hobbits. Atrás dejaron las voces de los trasgos que llegaban arrastradas por una fría corriente. Gormadoc pedía a Dédalo que acercara la antorcha de vez en cuando a las paredes de tierra. Había inestables contrafuertes fabricados con listones de madera cada pocos pies que sostenían el túnel pero que no impedía que en ciertas zonas hubiera empezado a ceder. Las raíces de algunos árboles emergían amenazantes de las paredes y tenían tajaduras como si hubieran intentado cortarlas con armas sin filo para abrirse paso rápidamente. Los hobbits avanzaban en un silencio tan solo interrumpido por el sonido de las goteras sobre los charcos de barro y el de los insectos que huían en dirección contraria a la que ellos seguían. Gormadoc señaló a los trasgos como artífices de aquella trampa mortal que advertía con venirse abajo en cualquier momento. El aire se viciaba a cada paso y el túnel parecía angostarse cada vez más. Pronto, los hobbits se sintieron embotados y pugnaban por mantener sus sentidos despiertos.

Llegaron a una parte del túnel en donde una densa niebla discurría a ras del suelo ocultando sus peludos pies. Tras una larga caminata, dieron con el final de corredor. Había una pared hecha de bloques y una enorme puerta de piedra circular que cerraba el camino. Era blanca con vetas negras como las grietas en la corteza de un abedul. Dédalo observó que una trémula luz opalescente escapaba por debajo de la puerta de piedra posada sobre un carril fabricado con la misma roca. Gormadoc acariciaba la puerta sintiendo los distintos bajorrelieves con las yemas de los dedos. Con un fuerte soplido, liberó el polvo acumulado durante años en aquellas hendiduras. Había sobre ella unas antiguas inscripciones en una lengua desconocida para los hobbits. Entre ambos intentaron empujar la pesada puerta de piedra haciéndola rodar a un lado. En el momento que la tocaron notaron que la piedra estaba mucho más fría de lo normal, casi congelada y que tras ella, brotaba una suave voz. Un lastimero y espantoso canto que parecía estar justo al otro lado de la roca. Gormadoc alejó a Dédalo de la puerta de piedra con las manos frías por el tacto y el corazón y huesos helados por aquellos susurros.

— Debemos volver por el túnel —explicó Gormadoc—, no podemos abrir la puerta y aunque lo hiciéramos, hay una voz siniestra que no me gusta.

— ¿Qué podemos hacer? —preguntó Dédalo.

— Volveremos a por el hombre gigante… si aún sigue con vida. El podrá ayudarnos a buscar otra ruta, o si no la encontramos, cooperará para tirar esta piedra sobre esa fría voz.

Los hobbits desanduvieron el camino y en poco tiempo llegaron a la parte del corredor por la que habían caído. Permanecía oscuro y ya no se escuchaban voces. El hombre había desaparecido. Dédalo acercó la antorcha al suelo donde vio dos profundos surcos en la tierra que avanzaban por el corredor norte. Los trasgos habían arrastrado al hombre y en su rapto, el prisionero había clavado los talones sobre el suelo de forma inteligente, señalando una ruta. Fue muy útil para los hobbits cuando llegaron a una bifurcación. Las galerías aquí eran más anchas y estaban iluminadas por antorchas sobre apliques. Habían dejado atrás la sensación de angustia y asfixia por falta de aire, en cambio, un nauseabundo olor, como el de la podredumbre y la carroña, colmaba el túnel haciendo que tuvieran que taparse la nariz. En poco tiempo llegaron a una esquina que daba a un espacio más grande iluminado por una hoguera que proyectaba varias sombras alargadas. Gormadoc y Dédalo se apoyaron tras la esquina escuchando las voces que provenían de aquella caverna.

— Cava, cava, cava. A Grol solo le hacen cavar y nunca tiene diversión. Estoy harto de comer los gusanos de la tierra —dijo una voz afilada, como hablando de sí misma.

— ¡Calla! Tu trabajo es picar y cavar —contestó una voz mucho más grave—, y el mío arrastrar a este seboso maloliente y torturarlo para sacar la información que necesita la Oscuridad.

— Hablas de la Oscuridad y del Gran ojo como si fuerais compinches —dijo Grol—, pero aquí nos tienen, viviendo entre ratas y gusanos mientras el resto parte a la gran guerra y se lleva la comida y los honores. Los de arriba se ríen de ti cuando no miras.

Gormadoc se armó de valor, aguantó la respiración y asomó la cabeza tras la esquina. Por delante de la hoguera, una figura más grande abofeteaba en la cara a una más enclenque que sollozaba. Sobre el suelo y tras la hoguera se encontraba el hombre, al que habían vuelto a atar y amordazar. El trasgo más pequeño recogió un pico que tenía cerca y amenazó a su agresor. — Te pondré este pico como cuerno si vuelves a tocarme… «Gran» Krag —dijo con un tono burlón—. Los de arriba no saben que existimos. Tú le das la información a alguien que se la da a otro alguien, y a otro alguien… y mientras tanto yo cavo y tú arrastras.

— Y no lo haces muy bien —contestó el trasgo grande que parecía menos inteligente y que casi tocaba el techo con la cabeza—, o de lo contrario el vigía seguiría vivo.

— Si hubieran enviado la cuadrilla que pedí para asegurar esa zona, no se habría derrumbado. No sé cómo se llamaba ese desgraciado pero seguro que también se reía de nosotros.

El trasgo más grande —que parecía llamarse Krag— gruñó y desenvainó una especia de puñal mellado y oxidado. Resopló mientras miraba al trasgo más pequeño que sujetaba el pico con fuerza.

— No toques al prisionero mientras descanso —intimidó y dando el asunto por zanjado, salió por otro túnel resoplando enérgicamente.

Gormadoc observó de arriba a abajo al trasgo pequeño que ahora se encontraba a solas con el prisionero. Iba descalzo y tan solo llevaba una especie de trapo sucio atado a la cintura con una cuerda y sobre la cabeza, un capacete de cuero que afilaba sus rasgos. Su nariz y sus orejas eran especialmente grandes de las que brotaban pelos como espinas. Se movía encorvado arrastrando el pico por el suelo mientras se limpiaba la otra mano sobre el mugriento trapo.

Se acercó al cautivo mientras farfullaba en silencio las últimas amenazas de su compañero. Gormadoc no se percató de que Dédalo estaba observando agachado justo a su lado. El trasgo llegó hasta el hombre y le arrancó la mordaza que llevaba. Estaban justo situados tras la hoguera, de forma que el humo y las llamas impedían ver con claridad que ocurría. El hombre no dijo nada o por lo menos los hobbits no lo oyeron, sin embargo, si escucharon su grito cuando el trasgo empezó a presionar lentamente la punta del pico sobre su hombro.

Gormadoc quedó entonces obnubilado por las llamas. Su mirada desenfocó al trasgo torturador y se concentró en las lenguas flamígeras que se interponían entre ellos. Sus ondulantes formas se volvieron reconocibles para el anciano hobbit. Como rizos de intenso rojo le trajeron a la mente recuerdos de días atrás en su hogar y más lejanos aún del hermoso cabello de su único e imperecedero amor. Dédalo tironeaba del pantalón del viejo Gormadoc para exhortarle a actuar y el fuego le otorgó el valor suficiente para hacerlo.

El encorvado trasgo clavaba ahora el pico sobre el otro hombro de su presa cuando de pronto una voz hizo temblar la caverna donde se encontraban. Al girarse, una figura emergió saltando por encima de las llamas. Primero una sombra que pasó a tornase en un gran guerrero que portaba una maza terrible… o eso le pareció a Grol. El hobbit se abalanzó sobre él trasgo como un rayo y con el peso de todo su cuerpo descargó la maza sobre su cabeza hundiendo el cuello de la criatura que cayó inconsciente. El hombre, con una expresión de dolor, no daba crédito a lo que veía. Un mediano, que parecía competir para ser más ancho que largo, había sorteado la hoguera y se había arrojado con torpeza contra su captor dejándolo seco de un golpe. El hombre comprobó además que se trataba de un mediano de avanzada edad y que ahora sacaba pecho con una camisa completamente embarrada. Tras el apareció otro hobbit, más joven y pequeño que se agachó corriendo para desatarlo. Era como si ambos se hubieran arrastrado como topos por el suelo.

— Bueno joven —dijo Gormadoc dirigiéndose al hombre—, estamos atrapados en esta red de túneles juntos, y necesitamos vuestra ayuda. Estos monstruos son trasgos de las montañas y no me caen bien…y si soy sincero, igual que su gente, señor…

— Halbarad —dijo el hombre mientras se erguía. Cuando terminó de levantarse tenía que inclinar el cuello para no darse con el techo de la caverna. Si los hobbits hubieran conocido las antiguas lenguas de los elfos habrían podido traducir el nombre como «alta torre». Tenía una gran melena negra decorada con trenzas que caían de las sienes—, soy un dúnedain montaraz del viejo reino del norte y os debo la vida maese hobbit. Sin duda, los bardos cantarán tan heroicas hazañas entre los medianos durante muchas edades.

— No conozco reinos en el norte —contestó Gormadoc secamente—, y por suerte las canciones en mi tierra no hablan de esas cosas. Yo soy Gormadoc Madriguera y este es mi aprendiz, Dédalo Tallabuena. Somos hobbits de la Comarca. ¿Qué hacías en las garras de estos viles?

— Si, os reconozco —sonrió sorprendido Halbarad—. Mi gente ha protegido vuestra tierra durante mucho tiempo. Hace dos noches un grupo de orcos comandados por un terror que cabalgaba sobre un caballo negro atacó nuestro campamento en el Vado de Sarn, en donde el Camino Verde se encuentra con el Brandivino. Mis hombres y yo nos dispersamos y durante su búsqueda, un grupo de trasgos de las montañas me capturó y me trajo hasta esta red de túneles. Me dejaron inconsciente y desconozco por dónde me trajeron. De eso hace ya casi un día entero. ¿Fuisteis vosotros quienes cortasteis mis ataduras hace unas horas y matasteis al guardia?


— Si, fuimos nosotros y también vimos a uno de esos Jinetes Negros —contestó Dédalo. El viejo capataz y yo somos constructores y caímos fortuitamente por un pozo mientras excavaba. El túnel se derrumbó encima de aquel trasgo y por poco acabamos enterrados como él y ahora estamos metidos en este embrollo.

— Debéis haber caído por un hueco de vigía. Estos trasgos los usan para asomar la cabeza al exterior y comprobar su ruta. Después los ocultan. No me cabe duda de que sois asombrosos hobbits si os habéis encontrado con uno de los nueve terrores negros y habéis sobrevivido para contarlo —dijo Halbarad—. Su reino no es de este mundo y su halito negro se extiende ahora desde el oeste. Pronto todas las tierras estarán sometidas a la guerra. Incluso la querida Comarca. No obstante el infortunio os ha alcanzado antes si habéis acabado aquí.

— ¡Paparruchas! —exclamó Gormadoc—, lo más amenazante que ha habido en la Comarca fueron los lobos blancos del invierno cruel de 1311.

— Ahora los lobos se han unido a los cuervos y a las serpientes y a los murciélagos. Los trasgos campan de día sin temor a la luz del sol y construyen rutas ocultas bajo la tierra para aquel que los acaudilla. Todos ellos rinden pleitesía al Señor de la Tierra Negra. Desconozco donde está la salida maese hobbit pero conozco el propósito de estos túneles. Se le escapó a uno de los trasgos que me retenían. En las Quebradas del Norte, a unas 60 millas de aquí, está la abandonada ciudad de Fornost, la capital del desaparecido reino de Arthedain. Otrora magnífica, tuvo que abandonarse por las guerras dejando que la hierba y la floresta recubrieran la antaño roca blanca de sus murallas. Entre los hombre se conoce ahora como el Muro de los Muertos pues se cree habitada por espíritus que cantan sus lamentos al viento. El trasgo que has golpeado dijo que venía cavando desde Fornost y que agradecía no tener que escuchar esas voces que le susurraban mientras dormía.

En el momento que dijo la última frase, tanto Halbarad como los hobbits buscaron al trasgo que había quedado inconsciente. Ya no estaba. Mientras charlaban se había escurrido sin ser visto y arrastrándose había salido de la caverna. De pronto, el sonido de un cuerno retumbó en la estancia haciendo que granos de arena cayeran del techo. Unas voces gritaron acompañados de aullidos de lobos.

— El muy bribón ha dado la alarma —dijo Dédalo enfurecido

— Debemos apresurarnos —contestó Halbarad mientras rebuscaba entre las cosas de los trasgos.

— No creo que sea momento de buscar nada —objetó Gormadoc en el momento en que Halbarad daba con una cimitarra mellada. En sus grandes manos parecía un cuchillo curvo que mataría con más facilidad por una infección que por un corte, pero serviría para defenderse.

Cuando los hobbits estaban a punto de abandonar la caverna, los reflejos de unas antorchas iluminaron el suelo del túnel por el que se había escurrido él trasgo. Halbarad se quedó atrás y después de asegurarse que los hobbits retomaban el camino por el que habían venido, golpeó con una fuerte patada uno de los contrafuertes de la gruta. Las paredes retumbaron al romperse el listón de madera y Gormadoc atónito comprendió lo que el hombre tenía en mente.

— ¡¡Este salvaje intenta hundir la caverna!!


Capítulo 6.

El humo de la hoguera que ascendía en volutas y espirales se extinguió cuando parte del techo se precipitó sobre el fuego. Con cada contrafuerte que Halbarad rompía, otro lado de la estancia cedía. Gormadoc le apremiaba a escapar a través del túnel por el que habían llegado.

— ¡No tires más, lunático! —profirió el anciano hobbit—, o el techo cederá del todo con nosotros dentro.

Halbarad alertado por el hobbit, decidió que ya era suficiente. Con esto podrían distraer a sus perseguidores el tiempo suficiente para escapar. Los dos hobbits y el hombre huían a través del corredor lo más rápido posible. En la vanguardia marchaba Dédalo portando la antorcha e iluminando el camino, a su espalda iba Gormadoc que empuñaba la maza de madera y el martillo de minerales y cerrando la marcha, Halbarad, que corría agachado con otra antorcha que había recogido y la cimitarra mellada de los trasgos.

La tierra temblaba sobre sus cabezas y de todas direcciones llegaban sonidos de descorrimientos, como si las colinas chocaran entre sí. A punto estuvieron de quedar separados cuando la pared del corredor que contenía unas gruesas raíces de árbol cedió en el momento en que pasaba Dédalo. Se levantó una polvareda que cegó a los hostigados compañeros. Cuando pudieron ver algo, el árbol se había hundido junto con la ladera quedando clavado en el túnel como una pica. Por suerte, el propio tronco retenía ahora el derrumbe y Gormadoc y Halbarad pudieron pasar.

El dúnedain volvió la mirada en el instante en que una flecha con un penacho negro se clavaba vibrante en el tronco del árbol. Tras la cortina de polvo, flechas y dardos llegaban silbando y en la distancia, el resplandor de varias antorchas clamaba venganza. Klarg marchaba delante disparando mientras que Grol, encolerizado por el golpe de la maza de Gormadoc, corría arrastrando su pico de cavar.

El anciano hobbit, lejos de estar en forma, comenzaba a notar el agotamiento y la falta de aire. Aprovechaba los breves momentos en que el hombre pateaba los contrafuertes para recuperar el aliento, sin embargo, se veía obligado a dar indicaciones al testarudo dúnedain, instándole a alternarlos para ampliar el tiempo de desmoronamiento.

Llegaron a la bifurcación del túnel y continuaron hacia el sur, por el camino que habían desechado la primera vez y que culminaba en la siniestra puerta de piedra circular. Por el otro lado, llegaba un rumor chirriante, como de murciélagos que acabarán de despertar. El sonido se mezclaba ahora con el tronar de la tierra desplomándose, los gritos de los trasgos y el aullido de sus lobos.

Las zancadas del hombre, a pesar de correr agachado, eran el doble de grandes que las de los hobbits y en repetidas ocasiones tenía que frenar el avance para mantenerse en la

25

retaguardia. En una de estas ocasiones, Gormadoc tuvo que sentarse agotado por la carrera. Apenas podía hablar. Tenía la boca reseca y forzaba sus pequeños pulmones, mareándose. Halbarad notaba que el sonido de todas aquellas espeluznantes criaturas se hacía cada vez más cercano y tomó la decisión de levantar al anciano hobbit y llevarle sobre su amplia espalda, como si de un saco de patatas se tratara. Gormadoc, herido en su orgullo, recuperó el aliento para farfullar algún improperio. Dédalo seguía marchando delante mientras Halbarad cargaba ahora con Gormadoc a su espalda. Iban más rápido pero era complicado ganar terreno a los trasgos que se movían raudos bajo tierra.

Consiguieron llegar hasta la puerta de piedra. Halbarad posó suavemente sobre el suelo al anciano hobbit que se limpiaba el chaleco, como a quien no le gusta demasiado que le toquen.

— Hay unas inscripciones talladas en la roca —señaló Dédalo acercando la antorcha a la blanca piedra—, y tras ella escapa una débil luz por la parte inferior.

— La traducción es un arduo trabajo y no creo que tengamos tiempo de enfrentarnos a prístinos lenguajes, joven mediano —contestó Halbarad que se puso delante dispuesto a empujar la circular puerta.

El estruendo de los túneles cediendo y los gritos de los cazadores trasgos impidieron escuchar el lamento helado que atravesaba la nívea roca. Halbarad hincó fuertemente los talones en el suelo y empujó la puerta de piedra a través de los raíles. El áspero sonido de la fricción ahogaba ahora cualquier otro clamor. Cuando la puerta comenzó a abrirse, un fuerte viento surgió del interior de la sala que por poco apaga las antorchas, sin embargo, lo que más llamó la atención de Dédalo, era que la luz opalescente que escapaba bajo la puerta de piedra se fue disipando mientras se abría, hasta que desapareció por completo.

La sala contigua estaba completamente a oscuras. Halbarad alzó su antorcha y entró primero seguido de ambos hobbits. No había rastro de ninguna luz ni ruta que condujera al exterior. El resplandor de la antorcha dejaba ver una sala amplia construida con bloques de piedra, del mismo material que la puerta. Había telarañas recubriendo las esquinas y el suelo estaba lleno de un polvo que tenía el color de los huesos desnudos. Halbarad y Gormadoc recorrían la sala en busca de una salida. No había ventanas y la sala daba tan solo a otro pasillo gobernado por una densa oscuridad que ellos no vieron.

En el centro de la sala había unos pocos peldaños que ascendían desde las cuatro direcciones hasta una plataforma. Sobre ese promontorio había un sepulcro cerrado con una losa pulimentada de gruesa piedra de color negro. Dédalo ascendió por el tramo de escaleras e iluminó la tumba. Carecía de cualquier inscripción pero la losa estaba rota en su centro como si hubieran dejado caer un descomunal martillo de hierro sobre ella y además, ¡estaba abierta! Cuando Dédalo acercó la llama de la antorcha para ver el interior, un murmullo llamó su atención. Una mortecina voz musitaba los estremecedores versos de un tétrico lamento. El joven buscaba atemorizado, agitando la antorcha en esa sala inundada de oscuridad, el origen de aquel siniestro susurro que le helaba la sangre. Al hacerlo, advirtió que sus dos compañeros estaban juntos contra la pared.

Gormadoc y Halbarad, el doble de alto, estaban dormidos y suspendidos sobre el suelo más de un palmo, manteniendo todo el cuerpo y la cabeza apoyados contra la fría pared. Con la nuca apoyada contra la roca, ofrecían su cuello a una larga espada que flotaba inclinada amenazante. Dédalo quedó paralizado por el horror. Aquel inefable embrujo había cambiado también el aspecto de sus compañeros. Halbarad vestía una armadura plateada decorada con un árbol pintado con filigranas de nácar y coronado por siete estrellas resplandecientes. Gormadoc, en cambio, llevaba una camisa blanca con un precioso chaleco de cuadros verdes y amarillos adornado con un pañuelo de seda. Ambos tenían anillos con gemas engarzadas, collares y diademas de plata. El sonido de la voz mortecina se hizo más audible y Dédalo reaccionó acercando la antorcha a la esquina de la que procedía. La suave llama reveló una abominable figura envuelta con una mortaja escarlata que caminaba lentamente hacia el joven hobbit. Con una de las manos se sujetaba el otro brazo que parecía haber sido amputado recientemente y del que manaba humo. Sus pasos eran lentos y el horror del sortilegio mantenía paralizado a Dédalo que exhalaba el blanco vapor del frío aire mientras escuchaba el claro golpeteo de su corazón. En un acto de fortaleza inconmensurable recuperó la tensión de sus músculos y lanzó la antorcha contra la espeluznante figura que desapareció con un chillido. El filo de la espada que pendía inclinado sobre el cuello de sus amigos se convirtió en cenizas y ambos cayeron al suelo. Cuando Dédalo se acercó, habían recuperado sus ropajes anteriores y tuvo que zarandearlos para que despertaran de aquel estado de ensoñación.

Aún desorientados, recogieron el martillo de Gormadoc y la cimitarra, olvidando el resto de objetos, incluyendo el martillo de minerales. Los tres abandonaron aquella tumba y se dirigieron tambaleantes, palpando en la oscuridad, hacia el pasillo que tenían delante.

Poco tiempo después, Grol y Krag entraron por la puerta de piedra. Los lobos y las criaturas de la noche que les acompañaban habían huido despavoridos al ver aquel oscuro umbral sobre la pálida pared. Su destino fue esquivar el inevitable hundimiento.

Un nuevo lamento sonó dentro de aquella terrible sala. El embrujo mostraba ahora al gran Krag con un robusto peto y un ojo rojo rodeado de llamas, pintado sobre su frente. Grol empuñaba un martillo de plata y oro y vestía con un tela limpia. Sendos trasgos ignorando la espectral mortaja roja que les acechaba, cedían ante el embrujo. Sobre sus pescuezos aparecieron dos puñales negros y con un gesto de la figura manca, se deslizaron suavemente por sus cuellos, degollándolos, regalándole su perentorio aliento.

***

Los tres compañeros llegaron a unas escaleras que ascendían hasta una pequeña caverna. Un foco de luz iluminaba la estancia con claridad. Una fuerza de la naturaleza había abierto un boquete despejando una salida. Al final de la escalera, reposaba la mano de un cadáver que parecía haber sido cortada recientemente. Para gran alegría de los hobbits y el dúnedain, dejaron que la luz del amanecer y el calor del sol les bañaran tras tanto tiempo en las frías tinieblas. Con los ojos cerrados, todo sonido tenebroso cesó por completo y dio paso al canto de los pájaros que había en el exterior. El rumor de una voz arrastrada por el viento les llegó como una primavera floreciente. Al principio no distinguió nada pero con el tiempo, tras reflexionar, Dédalo creyó entender un sinsentido verso que vibraba en aquellas paredes diciendo algo como: «El viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo…»

Escalaron por el hueco de la caverna hasta el exterior sin muchas complicaciones. Primero Dédalo, después Gormadoc que al salir, respiró profundamente y finalmente Halbarad. Se encontraban en una neblinosa zona de montes y cerros desprovista de árboles, sin embargo unos monolitos de piedra coronaban algunas de aquellas quebradas. La tierra se había hundido en distintas direcciones inclinando algunos de esos monolitos.

Los tres se tiraron exhaustos al suelo cuando el sonido de una bestia galopando se hizo más intenso. El dúnedain apretó los dientes y los puños y Gormadoc alzó su maza esperando encontrarse con otro peligro. Quizá la providencia les había conducido ante otro Jinete Negro.

Tras las colinas apareció corriendo un poney. Guille les había estado siguiendo desde que habían caído por el agujero y a través de sus andaduras por los túneles subterráneos. Gormadoc y Dédalo abrazaron al animal agradeciendo verlo después de tantos azares y desventuras. Tenía las pezuñas y las patas heridas de cavar en la tierra y los odres estaban destrozados por zarpas, pero como fiel compañero, tal y como había prometido Paladin Tuk, jamás desistió ante la adversidad.

— Sois pues, viejos conocidos deduzco —dijo Halbarad que ahora en el exterior parecía más alto que nunca—, además parece haber vivido sus propias batallas.

— Su nombre es Guille y es nuestro poney —contestó Dédalo mientras le acariciaba las crines.

— El encuentro de cualquier amistad es siempre motivo de regocijo, más ahora debo partir hacia mi destino —expresó el dúnedain mientras observaba sus alrededores—. Debemos encontrarnos en las Quebradas de los Túmulos, una neblinosa región abandonada tiempo ha. Estamos justo al oeste del Bosque Viejo y si valoráis mi consejo como montaraz os puedo señalar el camino de vuelta a casa. Si seguís recto por el norte llegaréis a una vieja senda conocida por los hobbits: El Camino del Este.

— ¿Dónde iréis ahora? —preguntó Gormadoc con un inusitado respeto.

— Debo marchar al último hogar de los elfos en la Tierra Media. En Rivendel obtendré la guía y el consejo para afrontar la guerra que se avecina. La oscuridad avanza y es tiempo de que el Rey retorne.

— Desconozco nada sobre reyes y guerras pues mi gente siempre evita esos asuntos, ya te lo dije —contestó Gormadoc—, no obstante y dado que nuestros caminos aquí se separan, te deseo que halles lo que buscas y que el camino que sigues esté desprovisto de peligros.

Dédalo sollozaba, tanto por la tensión acumulada como por la tristeza de separarse de un amigo. Era el primero de su raza que conocía y desde entonces, tendría en gran estima a aquellos montaraces provenientes del lejano oeste. Halbarad se marchó sin mirar atrás pero con la certeza de haber invertido su vida en la protección de un pueblo con honor y sabiduría. Sus viajes le llevarían a unirse al heredero perdido de Gondor y a la Guerra del Anillo que transcurriría en los meses venideros, pero esa es otra historia.

Gormadoc, con un brillo acuoso en los ojos, se quedó observando uno de los monolitos que coronaban aquella quebrada. Comprendió que estaban en la tierra que aparecía señalada en el mapa de Saradoc Brandigamo como «Quebradas, no pasar» y se río pensando en todo lo que había vívido y en su mujer, Perla Redondo. Pensó en sus rizos rojos que le habían hecho sentirse joven de nuevo y abandonar esa forma mohína de ser. Suspiró y abrazó a Dédalo por el hombro diciendo:

— Bueno muchacho…esta inmensa roca está erigida como la Piedra de las Tres Cuadernas. ¿Has averiguado ya cómo se levantan?

Los dos hobbits rieron y regresaron a casa.

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